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El dolor salvaje actúa - por Matilde

El dolor salvaje actúa

Salió huyendo. Corría rápido. Las rodillas le crujían. Dolorido y jadeante subió la escalera, abrió la puerta, encendió la tele y se sentó.

Lo despertó el sonido del teléfono. Las cuatro de la mañana. Su hija le comunicaba que a su marido le habían dado una paliza y estaba en el hospital con diversos huesos fracturados. Colgó y una enorme sonrisa se dibujó en su cara.

Su hija, su única y adorada hija: Fue una niña querida y feliz. El mundo de comodidades que la rodeaba la hacía ser cariñosa y sensible al mismo tiempo que dinámica y divertida. Responsable y buena estudiante quería hacer una carrera. Deseaba ser independiente.

Cursaba tercero de Ingeniería Aeronáutica cuando, por sorpresa, visitó la casa familiar.

Entró radiante. De sus ojos salían chispas que salpicaban la estancia y a todos abrazaba en su calor. Entusiasmada, presentó al joven que la había conquistado, enamorado… Su ser ya no era suyo, sino que le pertenecía a él. Haría lo que él dijera y le seguiría allá donde fuera.

Abandonó sus estudios. Se casaron y nació Samuel, un hermoso niño.

Todo cambió.

Dejó de ser ella para ser lo que él quiso que fuera. Su cara se ensombreció. Triste, de mirada huidiza, les comentó que las visitas perjudicaban su convivencia. Se sentía culpable. Nada hacía bien. No era buena madre ni buena esposa. Como padres no la habían enseñado bien. Estaba aprendiendo de su marido.

Un día, al cruzar la calle, los padres se la encontraron. Corrieron hacia ella y la abrazaron. Fue como abrazar un poste de la luz. Sus ojos miraron y abarcaron todo el espacio. En ellos había súplica, desgarro, dolor… Llevaba un brazo en cabestrillo.

Explicó que se cayó por la escalera con el niño en brazos.

La madre lloró, y lloró. Una semana después la enterraron. Ella no pudo despedirse. Estaba en el hospital con una hemorragia nasal, producida, según decía, por un golpe contra una puerta.

Él se sentía envejecer, solo y con un dolor salvaje que le atenazaba el cuerpo impidiéndole el movimiento.

Se apuntó en un gimnasio. Fortaleció brazos y piernas. Su cuerpo seguía dolorido y crujiente, pero ágil.

Aquella noche, salió de su casa. Llevaba el “Bo” japonés de roble rojo que utilizaba como arma en la práctica de artes marciales. Se apoyaba en él, utilizándolo como bastón, disfrazándose de viejo inútil.

No fue muy lejos. Se apostó en la esquina de la calle larga y luminosa con el callejón ruinoso y en penumbras. Esperó agazapado en las tinieblas. La noche era ventosa y fría. Al fin apareció quien esperaba. Caminaba hacía el callejón. La oscuridad le borraba la definición de su rostro.

-Hola yerno –saludó.
-Oh, ¿qué hace por aquí, suegro? ¿Se ha perdido? Con el alzheimer no sabe llegar a su casa? –dijo recuperándose de la sorpresa.
-No, no me he perdido. Te esperaba. Es la hora que vienes de ver a tu amante. Se muchas cosas de ti. –contestó.
-…explicaciones que me ahorra… -murmuró.

El dolor que sintió en las costillas fue como un martillo cayendo sobre cañas de bambú astillándolas. Se dobló, quiso agarrar el bastón, pero el viejo saltó y ahora el “Bo” quebraba el hueso de su pierna derecha. El dolor fue tan intenso que el grito se heló en su garganta. No había sangre. Con gemidos sordos se arrastró. ¿Dónde estaba el viejo? Ahí estaba. Levantó la mano, y ahora sí, pudo agarrar el bastón. El viejo con una pirueta en el aire manejó el bastón, zafándolo de su mano y lo condujo con habilidad, estrellándolo sobre su brazo izquierdo. No hubo grito. Ya el viejo se iba, pero retrocedió y asestó un último golpe con gran precisión en su aparato genital. El alarido se escuchó en todo el barrio. Se abrieron ventanas. El viejo se acercó y le dijo:
-Ah, mi hija no querrá el divorcio, pero tú sí. Y salió huyendo…

Cuando entró en la habitación del hospital la imagen que se veía podía muy bien ilustrar una viñeta cómica. Allí estaba su yerno tan lleno de vendas y yeso que parecía una momia. También estaba ella, con la cabeza gacha, sufriendo el sufrimiento de su marido. Se acercó a la cama y le apretó la pierna vendada. El yerno abrió los ojos, lo vio y lo miró horrorizado. El suegro sonrió. Los dos compartían un secreto.

Salió al pasillo. Su hija fue detrás. Se abrazaron. En aquel abrazo había: reencuentro, liberación, descanso…

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1 comentario

  1. 1. Maureen dice:

    Caray, qué relato más duro. Me alegro de que el final sea esperanzador. Y me encanta el padre vengador y lo que le hace al cabrón del yerno; se lo merecía.

    Me gustan mucho los párrafos en los que describes a la hija, al principio: a pesar de los adjetivos alegres, la sensación que se transmite es de todo lo contrario, de que algo horrible le va a pasar a la hija.

    Me ha gustado mucho, felicidades.

    Escrito el 4 marzo 2014 a las 23:12

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