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El muro - por Laia Varona

Los dos hermanos se plantaron el uno frente al otro, con las armas en la mano, descalzos sobre la hierba. Adrián levantó la espada.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
Diego imitó la pose de su hermano y asintió con determinación.
—Esta vez el premio será mío.
Adrián sonrió.
—Eso ya lo veremos.
Y se abalanzó sobre él.
Diego saltó hacia atrás en el último momento. Un instante más y la espada de Adrián le habría dado en las costillas. Se le hizo un nudo en el estómago sólo de pensarlo. Pero no había tiempo para asustarse: Adrián atacaba de nuevo.
Esta vez, Diego consiguió detener el golpe con la espada. Adrián abrió mucho los ojos. Diego se sintió orgulloso de haberle sorprendido; parecía que el tiempo que había pasado entrenando solo iba a dar resultado. Con ánimos renovados, buscó un hueco por donde atacar y comenzó a lanzar estocadas. Adrián esquivó unas, detuvo otras, y desvió la última con tanta fuerza que Diego estuvo a punto de perder el equilibrio. La ventaja era suya de nuevo.
Con los dientes apretados, Diego hacía todo lo posible por esquivar los golpes de su hermano, que parecían llover sobre él. Había empezado a perder terreno. Si seguía retrocediendo, acabaría acorralado contra el muro. Adrián parecía estar pasándoselo en grande, pero él cada vez estaba más desesperado. ¿Cómo había llegado a creer que tenía posibilidades? Cuando Adrián empezaba a pelear en serio, nada lo detenía. Nunca podría vencerle… ¡No! Sacudió la cabeza sin dejar de moverse para esquivar los golpes. No debía pensar en perder. ¡El premio tenía que ser suyo! ¿Pero cómo? Adrián era más fuerte que él y le sacaba una cabeza. Aunque quizá…
Se acercó a Adrián, se agachó y, hecho una bola, rodó entre sus piernas. Adrián se dio la vuelta, extrañado.
—¿Qué demonios haces?
Diego no respondió. No estaba dispuesto a desaprovechar la ventaja que había conseguido, así que se lanzó al ataque. La primera estocada rozó el brazo derecho de Adrián. Éste gruñó, pero se recuperó rápidamente, y unos cuantos movimientos después ya estaba dominando la situación de nuevo. Esta vez Diego no esperó a verse superado, y en cuanto pudo rodó por el suelo otra vez.
—¡Estate quieto!
Diego no tenía intención de obedecer a su hermano. Su estrategia funcionaba. Puede que la ventaja no le durara mucho, porque Adrián reaccionaba en seguida, pero en ninguna de sus anteriores peleas habían estado tan igualados. Esperó al momento adecuado, y rodó por el suelo una vez más.
—¡Basta! —gritó Adrián, fuera de sí, mientras se giraba de nuevo y empezaba a lanzar ataques a diestro y siniestro. El brillo febril de sus ojos asustó a Diego, que nuevamente tuvo que centrar todos sus esfuerzos en esquivar los golpes que le venían. No quería pensar lo que le podría pasar si le alcanzaba alguna de esas estocadas. Siempre había dado por hecho que Adrián nunca le haría daño de verdad. ¿Se habría equivocado?
Sudaba a mares. El cansancio y el calor hacían sus movimientos cada vez más lentos. Ya no intentaba detener los golpes, y menos contraatacar; se contentaba con esquivarlos. No tenía fuerzas para agacharse y rodar, y de todos modos, empezaba a estar demasiado mareado para eso. Su espalda chocó contra algo. El muro.
Era el fin. Adrián agarró la espada con las dos manos y, con un grito, la levantó sobre su cabeza, dispuesto a dar el golpe de gracia. Diego chilló y cayó de rodillas al suelo, con los ojos cerrados y cubriéndose la cabeza con los brazos.
Tras unos momentos de silencio absoluto, notó un golpecito en un brazo. El toque se repitió un par de veces. Con cuidado, Diego levantó la cabeza, momento que Adrián aprovechó para ponerle la punta de la espada bajo la barbilla.
—Gano yo —dijo, y con una sonrisa triunfal, añadió—: ¡El último bollo de chocolate es mío!
Echó a correr hacia la casa, dejando caer la espada. La hoja de madera hizo un ruido sordo al golpear el césped. Subió la escalera que llevaba la puerta, saltando por encima de los coches de juguete que formaban una fila sobre el escalón central, y desapareció en el interior. Diego notó cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¡Espera! —gritó mientras se ponía en pie, se limpiaba la tierra de las rodillas y corría hacia la puerta, intentando no llorar—. ¡Dame un trocito por lo menos! ¡Por favor!

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3 comentarios

  1. 1. Aurora Losa dice:

    Me ha gustado muchiiiisimo este texto, intercalas de maravilla el juego y una parte seria del enfrentamiento; te prometo que he barajado al menos diez posibles motivos para esta pelea a espadas pero no acerté. Y el final… yo también quiero chocolate. Enhorabuena.

    Escrito el 5 marzo 2014 a las 15:49
  2. 2. Rafa dice:

    Buen trabajo, si señor, muy buen trabajo. Ahora, cuentanos mas, porque nos dejas con ganas de mas.

    Escrito el 24 agosto 2014 a las 13:48
  3. 3. Nancy dice:

    Me ha gustado mucho y me he quedado con ganas de más

    Escrito el 24 agosto 2014 a las 18:47

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