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El Ángel caído - por Baltasar

EL ÁNGEL CAÍDO
Aquella mañana, como en cualquiera otra del año en las que el tiempo lo permitiese, Eladio se espabilaba para marchar al Parque del Retiro. Vivía en la Avenida de Menéndez Pelayo. Era atravesar la calle y estar en el hermoso parque. «A estas edades ─le había oído decir a su padre con frecuencia─, la mejor medicina es gastar medias suelas», y el gran Parque del Retiro, con sus amplias avenidas, con su frondoso bosque, con su lago, sus fuentes y sus estatuas y algunos hermosos edificios… y sin circulación, era el sitio ideal para un jubilado.
Marchaba a buen ritmo hacia el monumento del Ángel Caído. «¿De quién partiría la ocurrencia de hacer una estatua al diablo?», ─se preguntó en más de una ocasión. En otras recapitulaba sobre el ansia en su juventud por comerse el mundo. Luego, los ruines años de la posguerra, amén de otras vicisitudes, le llevarían a no poder pasar de las limitaciones de un bedel de Instituto.
En un banco, frente al Ángel Caído, observó que alguien se había dejado un periódico y se acercó con el ánimo de echarle una ojeada. Al darle la vuelta vio que se trataba de un ejemplar atrasado y que de su interior caía al suelo un gran sobre blanco. Lo recogió. Estaba abierto. Le temblaron las carnes. Estaba lleno de billetes de quinientos euros. Con el corazón a cien, metió con rapidez el sobre en el diario y medio dando tumbos ─creía que el corazón no iba a aguantarle─, se dirigió a un lugar más apartado. Colocados con sumo cuidado en paquetes de diez, contó hasta veinte. ¡Cien mil euros! Ni una sola tarjeta. Nada que le pudiera indicar a quién pertenecía. Observó cómo el cincho que sujetaba cada paquete estaba pegado al sobre, seguramente para que abultara menos y su mejor transporte. Sintió un vahído. Tuvo que recostarse en un árbol. Aún sin reponerse, volvió a colocar el sobre dentro del periódico, buscó un banco, dejó en él el diario y se sentó cubriéndolo.
Le pareció que todo el mundo le miraba. Y era hasta posible, porque su aspecto, tras el hallazgo, debía ser calamitoso. Desde el banco elegido veía perfectamente aquel en el que encontrara periódico y dinero. Miraba hacia allí. ¡Qué digo!: expiaba el lugar. Un jovenzuelo se sentó, pero no dio muestras de buscar nada.
Pensaba, claro. Pese a su estado, era consciente de que había encontrado un dineral que, sin embargo, no le estaba produciendo ninguna satisfacción porque no le pertenecía. Al contrario: se sentía mal. Y se sentía mal porque sabía que su deber era entregarlo a la policía.
»Pero como para fiarse están los tiempos ─se dijo─ en los que la corrupción campa por donde quiera que mires. ¡Ni uno se salva! ¿Si fuera de algún pobre? ¿Pero esta suma…? Imposible. Imposible semejante cantidad.
En medio de la agitación que le torturaba, una expresión de alegría iluminó de pronto su semblante:
»¡Comisiones! ¡Son comisiones!, seguro. ¡Cómo no se me ha ocurrido antes! De algún alto cargo que así cobra sus favores. O del favorecido de alguna concesión ilícita que iría a entregarlo. ¡Eso! ¡Eso!
Sudaba.
»Puedo estar tranquilo. Me lo puedo quedar sin el menor remordimiento. Ningún mal va a causar esta minucia para ellos. Sin embargo, para mi pobre mujer y para mí… ¡Esto es una bendición del Cielo!, se atrevió a terminar.
Metido en tales cavilaciones, ya más sereno, se levantó. Puso a buen recaudo periódico y sobre bajo su brazo izquierdo, que sujetó con su mano derecha, y con paso rápido inició el regreso hacia su casa por el Paseo Colombia.
Momentos después se ponía a su altura un caballero, vestido con elegancia, quien, señalando el periódico le dijo por toda presentación:
─Ese periódico es mío. Se lo demostraré diciéndole lo que contiene dentro de un gran sobre blanco, y se lo probaré a usted mediante este recibo ─dijo a la vez que lo extraía de su billetero─ que acabo de firmar al dueño de los cien mil euros, para depositarlos en la cuenta que tiene en el banco que represento.
Eladio leyó aquel documento y sin que mediara una palabra más, entregó el periódico al caballero. Luego, cabizbajo, continuó su camino hacia la Avenida de Menéndez Pelayo, al otro lado de la verja del Parque del Retiro.

Baltasar Martín Iglesias
No me importa que se publique

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2 comentarios

  1. 1. tyess dice:

    ¿Qué? Pero que decepcionante, pobre hombre.

    Incluso al leerlo ese último giro fue un poco raro y no me queda duda de que hay algo que no acabé de captar.

    Todo hasta entonces fue muy interesante de leer, me gustó ver al pobre hombre meditándolo tanto.

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 03:27
  2. 2. Chiripa dice:

    Bueno Baltazar,
    Si nuestro personaje sintió culpa por la apropiación de billetes ajenos, pues, se la quitaste de un tirón.
    De lectura fluída, supiste transmitir la angustia del jubilado ante semejante y fortuito hallazgo.
    Espero tu relato de este mes. Saludos!

    Escrito el 11 abril 2014 a las 00:13

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