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Verano en Madrid - por Cárlos

Llegué a las siete, en una tarde de domingo de principios de septiembre, un aire tibio colmaba de plenitud el día radiante. En el templete sólo había un hombre y una mujer que intentaban bailar. La pareja pretendía coordinar algunos pasos, insistían, hacían una pausa y volvían a empezar. Tomé asiento en un banco, me aseguré de que nadie que acudiera a la cita pudiera darse cuenta de mi presencia. Desde allí podía ver el templete en medio de una gran explanada polvorienta rodeada de altos árboles. Familias enteras en bicicleta, ancianos y jóvenes en pareja o en grupo cruzaban en todas en todas direcciones sin otro destino que su propia felicidad. El templete, a pesar de su posición dominante, era ignorado por los visitantes del parque. Sólo las ramas de los árboles permanecían estáticas bajo una vibración cálida y celeste. El verano no daba tregua, se resistía a morir, se aferraba los hombros desnudos de una muchacha, a la risa de un niño, a la mano temblorosa de un anciano. A lo lejos, algunas barcas, suspendidas en una cinta de plata, se mecían bajo el impulso solar. El estanque se moría de sed.
Un padre en camiseta subió con sus pequeños al templete. Uno de ellos quiso trepar por la barandilla y los otros dos corretearon en torno a la pareja de baile, que seguía practicando. El grupo familiar abandonó el templete en fila dando saltitos por la escalera. Con paso lento fueron llegando pequeños grupos que acudían a la cita. Se formaron más parejas. El padre en camiseta y sus pequeños volvieron a subir al templete, esta vez atraídos por la música que salía de un pequeño altavoz que alguien acababa de instalar. Yo estaba lejos y apenas percibía el sonido, me pareció que era la voz de Goyeneche. Unos jóvenes que pasaban junto al templete, sorprendidos por la música marcaron unos pasos improvisados de tango sobre la explanada polvorienta. Era difícil bailar allí, sobre aquel suelo terroso circundante a templete, pero a pesar de todo lo hicieron bien, destacó un muchacho que puso toda su energía. Se cansaron pronto y siguieron su camino. En el templete, dos de los pequeños quisieron imitar a las parejas y el tercero se aproximó a la barandilla con los brazos abiertos, probablemente pronunciaba un discurso dirigido a un auditorio imaginado.
Junto a mi bolsa, en la que guardaba mis zapatos de baile, alguien se había dejado encima del banco un periódico que no suscitó en mí interés alguno. El paisaje tras las parejas de baile lo cerraban el verde de unos altos árboles, las gotas de agua esparcidas por el surtidor de una fuente y un triángulo azul. Me habían advertido de la belleza de las tardes de tango en el Retiro pero estar allí para contemplarlo me había dejado absorto e indefenso. Comprendí que aquello no era para mí, que yo no había moldeado mi sensibilidad para captar la belleza confortablemente, pasivamente, como aquellas parejas de baile, de las que cualquiera que las hubiera visto habría dicho que eran encantadoras.
Tomé la bolsa en la que guardaba mis zapatos de baile y me levanté del banco en el que había permanecido sentado casi 45 minutos. Dí la espalda al templete, a su hermoso paisaje de fondo y a las parejas encantadoras de sonrisa infinita. Y dije adiós para siempre a dos cosas: a hacer de mi vida un relato en una sola localización; y a leer periódicos atrasados.

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2 comentarios

  1. 1. Cárlos dice:

    Estoy muy agradecido a quienes habeis comentado mi texto por la generosidad con que lo habéis hecho. Teneis razón, el final es desconcertante, he cometido una trampa imperdonable porque aludiendo al enunciado del ejercicio se limita considerablemente el alcance del texto. En realidad he asesinado el texto como venganza porque no me gustaba el ejercicio.
    El texto es autobigráfico, el lugar y el acontecimiento público, que se celebra todos los domingos de verano, son reales. La belleza del lugar también es real, es de verdad irresistible y palpable. Algo digno de mencionar viviendo en una ciudad como ésta.
    Acabo de entender a mi personaje. Si os dais cuenta el personaje, que no tiene nombre, va preparado para participar en el baile, lleva sus zapatos de baile en la bolsa; en cambio se queda en un banco mirando y se preocupa de que no le vean ¿por qué lo hace? La belleza del lugar en lugar de atraerle le repele ¿No parece que se trata de un tipo realmente raro? ¿Qué demonios le pasa?
    He querido suscitar estas preguntas en mis lectores pero evidentemente no lo he conseguido o no han estado demasiado atentos.
    Tal vez el personaje sea uno de esos tipos raros a los que solo les gusta bailar en tugurios cochambrosos. La huida del lugar va acompañada de una firme resolución que a mi manera de ver denota una disconformidad que bien pudiera llevarle al fracaso pero también a encontrarse consigo mismo. Pero tal vez, lo más desconcertante del personaje es que posee la sensibilidad para captar la belleza pero lo hace al margen del amor. La vida sin amor no tiene profundidad, el paisaje carece de perspectiva.

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 14:06
  2. 2. Cibeles dice:

    A mí me gustó el cuento, no me pareció que el tipo fuera tan raro, lo asocié más bien a Marcher, de La Bestia en la Jungla, que deja pasar la vida sin participar en ella. El final me pareció ingenioso, es un giro interesante, es un narrador testigo que rechaza su papel de mero espectador, creo que dije algo así en el comentario que hice sobre este cuento.

    Igual creo que tus reflexiones enriquecen el texto, ahora lo veo de otra forma XD

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 16:31

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