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El vagabundo - por Ana

Aquella noche la nieve había borrado los senderos de tierra del parque, que se veía desierto bajo la tenue luz de las farolas. Pablo y Alberto avanzaban embozados en sus anoraks, protegiéndose como podían del viento, que les cortaba la cara.
Cubrían la parte norte del parque y habían logrado localizar a tres vagabundos que, ateridos de frío, accedieron a regañadientes a ser trasladados a un albergue en el que dormir a cubierto, conscientes de que pasar la noche a la intemperie era una muerte casi segura.
Estaban a punto de dar por concluida la búsqueda, cuando Pablo creyó escuchar un débil gemido que provenía de unos arbustos que separaban uno de los caminos de tierra, ahora cubierto por la nieve, de una zona arbolada.
Se acercaron con cautela y a medida que se aproximaban, escucharon con claridad una tos profunda y cavernosa que delataba un estado de salud muy deteriorado.
Alberto iba delante y fue el primero en divisar un bulto informe tirado en el suelo, que se contorsionaba con cada tos. Cuando estuvieron encima, vieron que se trataba de un hombre que, a juzgar por el tamaño del saco de dormir en el que se resguardaba, debía ser bastante corpulento. Por el extremo superior del saco raído asomaba la cabeza: una maraña de cabellos grises y sucios y una barba igualmente cana, abundante y descuidada que cubría un rostro castigado por las inclemencias del tiempo y la enfermedad.
—Señor —dijo Alberto, poniendo su mano sobre lo que supuso debía ser el hombro del mendigo, y sacudiéndolo suavemente, —señor, ¿se encuentra bien? ¿Puede oírme?
El vagabundo entreabrió los ojos, pero volvió a cerrarlos al contraerse su rostro en una mueca de dolor ante un nuevo ataque de tos que sacudió todo su cuerpo.
Pablo y Alberto sabían que era vital trasladar al hombre a un lugar cálido y seco y tal vez ni siquiera eso sería suficiente para salvarlo. Esta vez fue Pablo quien, una vez cesó la tos, trató de comunicarse con el vagabundo.
—Caballero, no puede pasar la noche aquí. Hace mucho frío y parece que va a seguir nevando. ¿Por qué no viene con nosotros? Le llevaremos a un albergue muy cerca de aquí y allí podrá pasar la noche y comer algo caliente.
El mendigo, tiritando y respirando con fatiga, miró a Pablo y negó con la cabeza. Pablo se quedó confundido por un instante. Aquellos ojos le resultaban familiares, pero no sabría decir dónde los había visto antes.
—¿Cómo se llama? —preguntó Alberto.
—Rafael, me llamo Rafael —susurró el mendigo, que reunió todas sus fuerzas para seguir hablando. —Les agradezco sus buenas intenciones, pero preferiría no moverme de aquí y me gustaría estar solo, si es posible.
Les sorprendieron la cortesía y los modales de aquel hombre acabado, que parecía estar resignado a morir aquella noche y que casi parecía desearlo.
—Vamos, Rafael, no sea terco, si se queda aquí no sobrevivirá —le dijo Pablo, tratando de sonar paciente.
—¿Y eso sería tan grave? —y volvió a clavar sus ojos en los de Pablo, esta vez con una expresión de tristeza que paralizó al joven. No había visto la desesperanza en ningunos ojos como en aquellos.
Otro ataque de tos sacó a Pablo del trance y le hizo una seña a Alberto para levantar al mendigo entre los dos y arrastrarlo a la ambulancia. Sabían que no podían obligarlo a acompañarlos, pero su conciencia nos les permitía marcharse dejándolo allí.
Abrieron la cremallera del saco de dormir y el hedor les hizo retroceder un paso. Se recompusieron y trataron de levantarlo cogiéndolo cada uno por un brazo. Un periódico viejo que el vagabundo abrazaba contra su pecho cayó al suelo y el mendigo emitió un grito desgarrador. Parecía imposible que aquel grito hubiera salido de aquel hombre, que estaba más muerto que vivo. Lo sentaron sobre el saco para tratar de calmarlo, pero ya no oía ni veía, inmerso en su dolor.
Pablo cogió el periódico y la portada le dejó tan helado como la noche. En primer plano, la foto de un conocido empresario y el terrible titular: "La esposa y la hija del empresario Rafael Atienza fallecen en accidente de tráfico." En letra más pequeña se podía leer: "Atienza, que dio positivo en el control de alcoholemia, conducía el vehículo siniestrado".
—Por favor… Déjenme aquí —suplicó el mendigo.
Pablo asintió con tristeza y le devolvió el periódico, que el mendigo volvió a abrazar.
—Vámonos —, le ordenó a Alberto.

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5 comentarios

  1. ¡Qué historia tan triste! Y que bien relatada. Me ha gustado mucho. Sigue así. ¡Enhorabuena!

    Escrito el 28 marzo 2014 a las 19:18
  2. 2. Ana dice:

    Muchas gracias, Aina! Qué ilusión me ha hecho tu comentario!

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 00:14
  3. 3. Vicente Pacheco Gallego dice:

    Lo primero que deseo es felicitarte Ana por éste relato tan bien llevado y, sobre todo, tan bien escrito. Me ha gustado mucho como lo vas narrando y vas entrado en la trama. Me han gustado tus descripciones del mendigo.

    Sigue adelante y muchos animos

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 13:06
  4. 4. Ana dice:

    Muchas gracias, Vicente! A ver si entre todos nos ayudamos a mejorar y sacar el escritor que llevamos dentro 🙂

    Escrito el 29 marzo 2014 a las 13:11
  5. 5. Miranda dice:

    No descubrí este relato, en su momento y lo siento.
    Me ha gustado mucho. Triste pero contado con mucha delicadeza. De verdad que se me ha puesto “piel de gallina” al leerlo.

    Enhorabuena Ana

    Supongo que es el texto que enviaras al recopilatorio de Literautas.
    Me encantará compartir ese recopilatorio, con este texto.

    Escrito el 28 agosto 2014 a las 17:17

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