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Vida de pueblo - por Abelino

Web: http://fwhmepsylon.wordpress.com

La larga sombra de los árboles de la plaza daba a entender que las horas de sol llegaban a su fin. El plueblo yacía en absoluto silencio perturbado únicamente por el sonido de algún pájaro. En la calle adyacente a la plaza se hallaba un hombre gordo sentado en una silla de ruedas. Era una chica, que recién acababa de superar la pubertad, atractiva y de semblante serio, quien se dedicaba a empujar la silla con las dos manos.

En el centro de la plaza se alzaba una plataforma de madera cuyo interior estaba relleno de cartones y periódicos atrasados. Avanzaron hasta ella y, utilizando la pequeña rampa de la que disponía la propia plataforma, consiguió subir al hombre a la parte superior, lo dejó en ese lugar y se alejó de él.

Él tenía unos cincuenta y pocos años, de constitución obesa, cubierto únicamente por una sábana que le tapaba sus partes privadas y parte del torso y de las piernas. A lo largo de sus brazos y de su pecho se alternaba el color morado de sangre coagulada y necrótica con el rojo de la carne viva. Tenía las palmas de sus manos abiertas porque sus gordos dedos, carentes ya de sensibilidad o movilidad debido a la necrosis, no permitían lo contrario. Con los ojos cerrados, inspiraba por la nariz y al expulsar el aire, primero inflaba las mejillas y luego finalmente habría la boca, con un resultado tan hipnótico como penoso. Se encontraba él en un estado de letargo y, aunque adormilado, no paraba de sonreír de una forma extraña, pero quizás sincera.

La chica en cambio, forma parte de ese insólito grupo de personas que sabes que tienen una sonrisa preciosa y encantadora pero que nunca llegas a tener el placer de comprobarlo, ya que sus almas no se lo permiten.

Poco a poco, mientras todavía quedaba luz natural, fue llegando gente a la hasta entonces desértica plaza, vestidos todos ellos con largos trajes grises, quienes comenzaron a congregarse en torno a la plataforma, todo de forma silenciosa y bien ordenada, como si estuviesen siguiendo un protocolo ya establecido.

Fue uno de los hombres vestidos de gris, pero aparentemente de un rango social más elevado, quien se encargó de impregnar tanto la plataforma como el hombre en gasolina. En cuanto un miembro de la sociedad dejaba de ser útil para esta, se pocedía a su inmediata eliminación, siendo sus seres más cercanos quienes ejecutaban tal acción. Conforme se ocultó el sol, la chica de serio semblante, quien también era su hija, se acercó, encendió una cerilla y la arrojó a la plataforma mientras el hombre todavía seguía sonriendo.

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