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La matanza del Monte Dalot - por Attica

“Entraron por las cocinas. Casi todos dormían en la torre, así que sólo la vieja que hacía las veces de dama de las señoras se incorporó sobresaltada. ¿Qué la había despertado? Un golpe. Tal vez una puerta al cerrarse o un vaso al caer al suelo. Iba a darse la vuelta para volver a dormir, cuando escuchó algo, el sonido de la madera al ser cortada, un serrucho. Alguien intentaba entrar. Alguien rompía la puerta que estaba ahí, justo delante de nosotros”
El guía señala un hueco entre las piedras. “Síganme al interior. Despacio… ¡No empujen!” Demasiado tarde. Hay un niño enorme, el único niño aparte de Vicente, que corre hacia el agujero repartiendo codazos.
“¡Agustín!” grita la mujer rubia que debe ser su madre. Agustín mira hacia atrás, pero choca en su despiste con uno de los japoneses y los dos caen al suelo.
“¿Has visto eso?” Vicente se vuelve hacia su hermana sonriendo.
Ella no contesta. Está sentada en una roca, inclinada sobre su cuaderno. ¿Te acuerdas de antes, cuando nos llevábamos bien? quiere preguntarle Vicente. Pero en lugar de eso da media vuelta y camina hacia el agujero.
“… Estaban en fila, temblando bajo las ropas de cama: el señor y la señora, sus hijos y los sirvientes. Quédense tranquilos, había dicho el que parecía el jefe de los asaltantes. No tienen que temer por sus vidas. Pero ellos temían. Un hilo de líquido caliente se había deslizado entre las piernas de la señora, hasta formar un charco a sus pies. La vista del señor continuaba fija al frente. Miraba hacia aquel bosque. Era el bosque donde había jugado de niño, y sabía que aquella era la última vez que lo veía.
Porque pronto dieron con las mazmorras. Y lo que encontraron allí era algo que ninguno estaba preparado para ver”
“Las chicas” dice Vicente, casi sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta. Ahora todo el grupo lo mira a él.
“Pues sí” contesta el guía “tantas chicas que se apiñaban unas con otras, encadenadas, mutiladas, andrajosas y cubiertas de sangre.”
“¡Qué horror!” La madre de Agustín se lleva las manos a la boca.
“Aunque por supuesto fue inútil, el señor suplicó piedad para su familia. No era culpa suya, se atrevió a decir. Quiso hacerles creer en un espectro, un diablo, que los obligaba a hacerlo. Poseía el cuerpo de su hija menor con dolores infernales, y sólo se calmaba torturando a muchachas. No debía parar hasta escuchar el susurro del espectro en su oído, diciéndole algo así como… se acabó el juego”
“Eh, gafotas”
Vicente mira a su alrededor. De alguna manera Agustín se ha movido hacia el final del grupo, y ahora está colocado a su izquierda. Desliza su pie derecho hasta pisar el de Vicente.
“Eres un rarito” le dice Agustín “¿lo sabías?”
“Algunos incluso han afirmado” continúa el guía “haber oído aquí ese mismo susurro. No es una voz humana, dicen, podría confundirse con un golpe de viento…”
“Se acabó el juego”
“¡Ah! ¡Ah!” Agustín se lleva los brazos a la cabeza en actitud protectora. Vicente se gira despacio.
Ahí está su hermana, apoyada en la pared.
“Vaya un idiota” dice ella mirando a Agustín, que la observa con odio, su enorme cara toda colorada. “Papá me ha llamado. Nos recoge en cinco minutos, así que vamos” A Vicente le dan ganas de abrazarla.
Acelera el paso para caminar a su altura.
“¿Sabes qué?” le dice, porque cree que a ella le gustará saberlo “No mentían, los señores del castillo”
“¿Ah no? Y, ¿tú cómo lo sabes?”
“Pues ya te dije. A veces mamá…”
Su hermana deja de andar.
“Escúchame” le dice, y a Vicente le sorprende esa voz de adulto “Tú no oyes nada. Tú no oyes a mamá, no oyes a nadie, y tienes que dejar de decir que lo haces, porque es anormal. Basta ya”
Ella se aleja hacia el sendero, y Vicente intenta encontrar una palabra, una imagen clara para mostrarle que dice la verdad. Pero es difícil, más difícil aún mientras aquel murmullo en el viento continúe entorpeciendo su pensamiento.
Imposible concentrarse, así que echa a andar, sigue a su hermana y agita una mano en el aire, como queriendo ahuyentar esa voz, esa especie de susurro que lleva toda la tarde hablándole a su espalda. ¿No te gusta jugar?, le pregunta. Vamos a jugar, anda, conozco un buen juego.

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