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Misericordia - por José Antonio García

El día se apagaba. Las torturas acabaron hace horas. Ni el dolor, ni el hambre ni la sed les importaban ya. Sus labios agrietados no podían pronunciar palabra alguna más allá de pedir misericordia. Sentadas en el suelo de su fría celda esperaban aterrorizadas a sus verdugos. Sabían lo que sucedería, lo habían visto otras veces. Las hogueras en el patio del castillo purificarían los terribles pecados que habían confesado entre gritos de dolor en la sala de la verdad como ellos la llamaban. Entre los muros resonaban los ecos de un alguacil dando órdenes de amontonar la leña en tres pilas. Nadie hará nada por ellas, ni por sus hijos ni por sus maridos. No hay consuelo.

En su angustia oyeron unas voces acercarse por la galería, los verdugos pensaron ellas estremecidas. El carcelero agitó nervioso el manojo de llaves empujando la pesada puerta de la celda. La antorcha iluminó la estancia cegando a las mujeres momentáneamente.

—No temáis —dijo una voz amable de un hombre con apariencia noble —¿Quién de vosotras es Isabel?,

—Soy yo mi señor —contestó la más joven con voz temblorosa. Observó al hombre con sus dulces ojos y suplicó— ayudadnos, somos inocentes.

—Lo sé —respondió él, acariciando con la mano suavemente el pelo sucio de ella como si fuera terciopelo. Luego se giró hacia el carcelero— ¡no es cristiano tener a estas mujeres así!, traiga ahora mismo agua y pan. Lo manda el conde de Arteaga.

Entretanto, en el patio los hombres continuaban apilando maderos y asegurando los postes. En el crepúsculo, con la última luz, encenderían las hogueras. Todo el pueblo asistiría al auto. El obispo llegó el día anterior y ahora descansaba plácidamente en su aposento contemplando el atardecer mientras meditaba acerca del destino de las infelices. El fuego limpiaría la mancha de sus almas llevándolas hacia las puertas abiertas del cielo. Entregado a su meditación y complacido con la decisión del santo tribunal, su asistente llamó a la puerta interrumpiendo sus reflexiones.

—Excelencia …una visita …el Conde de Arteaga —anunció, mientras el Conde le apartó impetuoso entrando en la habitación.

—¿Conde de Arteaga?, ¿le conozco?.

—No excelencia, soy llegado de Flandes y si me conociera acaso esta conversación no fuese necesaria.

—¿A que debo entonces el honor?

—Deseo que liberéis a las tres condenadas—exigió con firmeza.
El prelado, sorprendido le mira con serenidad, meditando un instante su respuesta.

—¡Alejad esa insolencia Conde!, la sentencia es firme, si teníais algo que alegar en el juicio, habedlo hecho antes. Ha sido conforme a derecho.

—Sabéis de su inocencia, la acusación de herejía es infundada y las denuncias falsas, son envidias para apropiarse de sus escasos bienes, investigad a sus acusadores, ¡comprobadlo!.

—Dios quiera que no haga yo tal cosa. Sabed que los testigos son anónimos e invulnerables.

—Permítame decidle que salvando a tres inocentes ganará acomodo en el reino de Dios, pero su muerte le condenará al fuego eterno.

—¿Es acaso usted teólogo Conde?, ¿sabe que por sus palabras puedo acusarle?, sea sensato y deje que salvemos sus almas. Decidme, ¿qué os va en ello?, ¿qué ganáis vos arriesgando semejante petición?.

—¡Insisto!, solicito que las libere ahora mismo. Yo mismo me haré cargo de ellas y responderé de sus actos pasados si demuestran su culpabilidad. Anule el juicio su ilustrísima.

—Su señoría es impetuoso y arrogante. Guárdese sus modales de soldado, olvidaré esta conversación y podrá marcharse. Renuncié a su absurda petición, vuelva a sus guerras y déjenos limpiar el país de la presencia del maligno.

—¡Se acabó el juego! —increpó el Conde—, no me deja otro camino. La ciudad es pequeña y la guarnición escasa. Mis hombres me acompañan y bien sabe Dios que mi justicia es más verdadera que el retorcido uso que vos hacéis de vuestros votos, ¡yo por mi nombre y honor las concedo la libertad!.

—Ahora veo con claridad, sois el mismo Lucifer que ha venido a combatirme. El Rey Felipe se enterará de esto, ¡a mí la guardia! —chilló con desesperación.

El Conde salió apresuradamente, mientras el obispo en su incapacidad corría torpemente tras él gritando: «la guardia, ¿dónde está la guardia?». Los sirvientes se apartaban a su paso inclinando la cabeza. El prelado se arrastró escaleras abajo apoyándose en la pared de piedra llegando sin aliento al patio, justo a tiempo de ver un centenar de hombres armados protegiendo a las tres mujeres y al Conde ayudándolas a subir a un carro: «ven Isabel, hija mía, vendrás conmigo, ahora eres libre».

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1 comentario

  1. 1. Aurora Losa dice:

    Salvo un par de letras que se pueden haber bailado y una pequeña discordancia en los tiempos verbales (hay un par de momentos en que pasas de pasado a presente sin motivo aparente fuera de los diálogos), tengo que decirte que es un gran ejercicio. No solo el vocabulario que usan los personajes es apropiado sino que resulta una conversación de lo más creíble y el relato, teniendo en cuenta el final, es realmente hermoso.
    Mi enhorabuena porque me has metido de lleno en la escena y porque, contra todo pronóstico, tiene un final feliz.

    Escrito el 1 mayo 2014 a las 18:58

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