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EL PATIO EMPAÑADO - por Papillon

EL PATIO EMPAÑADO
Any, la profesora de quinto de la Escuela Primaria de San Antonio, atravesó el patio para abrir el salón de clases. Los padres puntuales la siguieron para entregar a sus hijos, cubriéndolos con el abrazo más importante de la jornada. El papá de Miguel Ángel era siempre el primero. Ser padre soltero era una condición que lo obligaba a hacer magia para que le alcanzaran las horas.
Esa mañana era tan gris como el anuncio de una tormenta, y los árboles lucían muy débiles por la ausencia de sus hojas. Los autos de los padres se marcharon en reversa hasta el portón, y luego de una maniobra, retomaron de nuevo la vía. Esa carretera de la escuela hasta la oficina, era para el papá de Miguel más que un espacio físico. Era un momento importante para las llamadas: apartar la cita con el pediatra, duplicar las sesiones con la psicóloga infantil, y preguntar al servicio de la iglesia por la bendición del agua.
-¡Que no pare de llover! – dijo Miguel Ángel – ¡Quiero que la escuela se venga abajo!
-No digas eso Miguel –replicó su compañera María José- ¿Acaso no te dan miedo los truenos? O mejor cambio mi pregunta: ¿Acaso no te está ayudando eso de ir donde la psicóloga?
-Para ambas preguntas la respuesta es ¡no! La verdad prefiero escuchar la ira del cielo que la tonta voz de nuestra maestra.
Miguel y María aprovechaban que su profesora había sido solicitada en la oficina de Dirección, para asomarse a la ventana y ver cómo el patio se empañaba. El resto de estudiantes dejó de lanzarse avioncitos de papel para esconderse debajo del pupitre de la maestra. Los truenos eran cada vez más estridentes, tanto, que María debía hablar fuerte para que Miguel la escuchara:
-¿Te das cuenta? Ahora Dios se enfureció por tu comentario. ¿Siempre tienes que llenar de veneno tus palabras antes de lanzarlas? No solo la maestra está furiosa contigo porque la irrespetas, ahora también Dios lo está.
-Deja de creer en estupideces. Mejor limpiemos los vidrios con los dedos, así, mira, para poder ver cómo caen los árboles destruyendo techos, y cómo los arroyos se llevan los carros como botellas en el mar con mensajes de socorro adentro.
-El que habla de estupideces eres tú. No podemos ver lo que pasa afuera. Después del patio lo que hay es un muro.
-Podemos imaginar los desastres que queramos. Aunque lo que no quisiera imaginar sino ver de verdad es lo que pasó en esta escuela antes de que fuera una escuela.
-¿Qué pasó, según tú?
-Ayer antes de irnos a casa, papá le dejó una botella grande de agua a Evaristo, el portero. Mi papá le dijo que eso lo podía proteger. Y lo que sigue no te lo cuento porque no me vas a creer.
-Seguro es mentira.
-Es verdad, María José. Sé que me porto terrible, pero nunca miento. Por eso es que la maestra me castiga, porque le digo que odio su clase aburrida. Mi mamá dice que hay una línea delgada entre decir la verdad y ser cruel.
-Bueno, entonces dime la verdad.
**
La tarde anterior Miguel Ángel esperaba en el carro mientras su papá hablaba con Evaristo. Miguel apagó la música de alabanza del radio y bajó los vidrios para escuchar mejor.
-¿Qué funcionaba antes en este edificio? Preguntó el papá de Miguel.
-Esto era un convento –respondió Evaristo.
– Con razón. Anoche soñé con apariciones que rondaban por el patio de esta escuela, por eso le traje el agua bendita.
-Gracias, Señor Cuestas. Ellos, los fantasmas, ya no se me aparecen. Antes los veía caminar sin pies bajo la lluvia, siguiendo una especie de rito. Espero que los niños no los vean, aunque con este calentamiento global es muy difícil que llueva por ahora.
***
-Cuentas eso solo para asustarme -interrumpió María fingiendo no creer- Primero los desastres, ahora los fantasmas. El único desastre aquí es tu cabeza.
-¡Regresé, niños! … ¿Dónde están los niños?- preguntó la maestra abriendo lentamente la puerta del salón.
-Debajo de su pupitre, maestra, -respondió María.
-¿Ves? Sabía que no ibas a creer mi verdad, tal como reaccionó mi mamá por Skype anoche.
Miguel volvió a su puesto, y con los ojos empañados como el patio, miró hacia la ventana y vio su verdad: una ronda de monjes vestidos de blanco y sin pies. Esa fue una de las tantas verdades que desde aquella mañana decidió no contar jamás.

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