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El fin de todos los tiempos - por Jhon Mcnämärä

Web: http://arneyr.blogspot.com/

Ya era de mañana, candados y guardas de la puerta principal se quitaron en espera de la llegada de todos los que solían frecuentar la escuela. El conserje se encargó de apagar las luces y de abrir cada una de las puertas de adentro, incluso la que llevaba hasta el patio de recreo. La cafetera dejaba escapar el olor de la bebida caliente que deleitaba el paladar de los adultos todos los días de la semana. Los minutos pasaban rápidamente, cayendo uno sobre otro sin piedad. El gran reloj del pasillo principal marcó la hora de entrada de todo el personal. Pero era extraño, parados en el patio de juegos, donde solían armar las filas para luego caminar hasta las aulas de clase esperaban los maestros la llegada de sus estudiantes, grandes y pequeños, gordos y flacos, peinados y despeinados, sabios y desinteresados, todos y cada uno de los genios que asistía para aprender un poco de ellos.
Los minutos y las horas seguían su carrera interminable, algunos decidieron sentarse en los columpios para esperar, otros tantos caminaban cerca de la arenera o simplemente se quedaron de pie en el césped, un par de osados se acomodó en el sube y baja. Dieron las diez de la mañana, no podían esperar más, algo tenían que hacer. Desde el fondo oscuro apareció en el marco de entrada al patio de juegos la figura de un hombre mayor, con poco pelo, rígido y con voz de miliciano:
-¿DÓNDE ESTÁN LOS NIÑOS?
Gritó, el eco insistente revotó en cada rincón de la escuela, los maestros se miraron entre ellos, temerosos, sintiéndose culpables pero sin valor para reconocerlo, las manos les sudaban, los ojos evitaban mirar al calvete del pórtico:
-No sabemos señor…
Respondió uno de los maestros con voz temblorosa, el más escuálido de todos, flacucho y desgarbado, exponente de una pequeña giba que apareció tras años de estar agachado frente a un escritorio, repartiendo notas, buenas y malas. Y de nuevo el silencio mezclado con el desespero de algunos y el desconsuelo de otros. El calvete dio media vuelta, caminó con estilo militar haciendo sonar la goma de sus zapatos al roce con el piso del pasillo, hasta llegar a la entrada principal, se paró frente a las puertas que permanecían entreabiertas, respiró hondo:
-¡PUES VAYAN A BUSCARLOS! ¡La escuela no puede permanecer sola, sería un sacrilegio, lo peor que le puede ocurrir a la humanidad…!
En tropel, todos los maestros se agolparon contra la puerta principal, dejando los juegos y el césped abandonados. Benítez cayó, pero a nadie le importó, varios tacones le dejaron las marcas sobre el cuerpo, la señorita Rosales se petrificó frente al rodadero y solo pudo llorar mientras el resto alcanzaba la calle, las puertas oxidadas resistían, firmes, la arremetida:
-¡EMPUJEN CON FUERZA, DEMUÉSTREME QUE MERECEN ESTAR AQUÍ!
Creía el Principal que con sus palabras lograría que los niños volvieran. Las bisagras cedieron, la luz del sol encandiló los ojos de los súbditos educadores.
El desconcierto fue total, la tristeza los envolvió a todos y la desilusión acabó con sus deseos de seguir adelante. La ciudad estaba devastada, el humo era la evidencia del fuego que había consumido muchos edificios, varias casas arruinadas permanecían en pie, otras yacían sobre sus bases completamente destruidas, cuerpos sin vida, casi esqueléticos adornaban las calles junto a cientos de automóviles oxidados e inservibles, un olor pestilente circundaba sin compasión, los animales callejeros se alimentaban de las porquerías que quedaban, algunos ya sobrevivían con la carne de los caídos, la naturaleza reconquistaba espacio, crecía sobre las grandes obras arquitectónicas en decadencia, convirtiéndolas en gigantescas materas y nidos para pájaros.
Unos a otros se miraron, la claridad de la luz, que por momentos se ocultaba tras espesas oleadas de niebla y humo les permitió apreciar la verdad, todos eran ancianos, cuerpos decadentes sumidos en la tradición de una escuela que no quiso cambiar. La ceguera de sus espíritus altivos y pedantes no les permitió ver más allá de las paredes impenetrables de un edificio indestructible, no los dejó creer en los demás, porque solo ellos poseían el conocimiento.
“¿Dónde están los niños?” Un pensamiento unánime sin respuesta, era mejor regresar al interior de la escuela, al patio de juegos. Y así, cuerpos reumáticos y cansados volvieron adentro, cerraron las puertas que nunca más abrirían, convirtiendo en un mausoleo el único lugar que pudo ser la cura para los males de la humanidad…

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1 comentario

  1. 1. José Torma dice:

    Que tal Jhon (ni de broma intentare escribir tu apellido o segundo nombre jeje) nomas para presentarme como uno de tus comentaristas anonimos, espero mis palabras te hayan servido y te invito a revisar mi relato…

    https://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-19/1910

    me dara gusto conocer tu opinion respecto a mi relato.

    Saludos

    Escrito el 28 octubre 2014 a las 19:37

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