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En un pestañeo - por Kaila Moon

Era miércoles por la mañana. Anita, la profesora, observaba a su clase jugar en el patio del recreo. Estaba sentada en un banco desde el cual se veían todos los rincones, preguntándose si debería comentar con alguien los extraños sucesos que ocurrían desde hace dos semanas.
El primer día tras contestar a una llamada telefónica en su despacho había salido al patio y los niños no estaban. “Oh dios mío, ¿dónde están los niños?” se repitió una y otra vez mientras los buscaba por todas partes, incluso fuera del colegio. Cuando ya se hacía tarde volvió a la guardería y se los encontró allí, tal y como los había dejado cuando se fue a contestar al teléfono. Decidió no contárselo a nadie, por miedo a perder su trabajo.
El segundo día, se paseó por el patio, vigilándolos atentamente. Fue entonces cuando se dio cuenta, de que los niños no se iban por su propio pie. Las puertas estaban bien cerradas, nadie podía salir y nadie podía entrar, pero eso no impedía que uno a uno los veintitrés niños que estaban a su cargo desapareciesen, sin explicación, delante de sus mismísimas narices. Ese día se había desmayado. Cuando despertó, los niños volvían a estar ahí, como si nada.
En los siguientes días se limitó a observar, no se atrevía a hacer otra cosa. Intentaba entender qué pasaba, por qué pasaba y por qué tenía tanto miedo de contarlo. Era como si algo le impidiera hacerlo. Se iban y volvían, a tiempo para la hora en que sus padres los venían a recoger, pero cada día llegaban un poquito más justos de tiempo.
Esa mañana Anita vio, por catorceava vez, como desaparecían sus niños. Primero Susi, cogía impulso y se balanceaba en el columpio. Estiraba las piernas para ir hacia delante y las recogía para ir hacia atrás, cada vez más alto, más alto, más alto y… en un pestañeo, ya no estaba. El columpio, privado del impulso, oscilaba hasta detenerse.
Recordó que los padres de sus alumnos, entre ellos los de Susi, en las últimas dos semanas la habían felicitado por el gran trabajo que estaba haciendo con los niños: que si se notaba que sabía enseñar, que si estaban avanzando muy rápido, que si esto, que si lo otro… cada halago era como un golpe para Anita, que sabía la verdad.
Los hermanos gemelos, Jorge y Fran jugaban en la caja de arena. Como todos los días cavaban un hoyo cada uno, compitiendo para ver quien ganaba. Anita sabía que la caja de arena tenía exactamente treinta centímetros de alto, que no podían cavar tan profundo, pero desde hace dos miércoles, los niños cavaban hasta que los ocultaban sus montones de arena. Cuando Anita iba a mirar no estaban. Tampoco había señal alguna de que hubiesen llegado al fondo de la caja.
Había un grupo que jugaba al escondite. Bajo las condiciones en las que se encontraban, para el que tenía que buscar era un juego muy injusto, pues buscar a alguien que no está es bastante complicado. Esto le hacía plantearse una pregunta a Anita: “¿Los niños no se asustan?”. No había caído en la cuenta hasta el quinto día, a los niños no les extrañaba que desapareciesen sus compañeros, ni siquiera hacían preguntas, cosa muy inusual. Cuando volvían actuaban como si no pasase nada, no volvían asustados, ni nerviosos, ni con ningún cambio perceptible en su conducta que le pudiera dar una pista a la pobre Anita para saber a dónde iban.
Y así desaparecieron todos de nuevo. Menos Juan.
Juan, que era el encargado de darle de comer a los pajaritos, siempre era el último. Nunca volvía de ir a buscar la comida. Ese día Anita decidió ir con él, dispuesta a desaparecer ella también. Era mejor que no hacer nada, debía ayudarlos a liberarse de fuese lo que fuese aquel fenómeno.
Entraron en el cuarto pequeñito donde guardaban el material, pero el bote de la comida se había acabado el día anterior y había que coger otro en los estantes de arriba. Anita se subió a la escalera para cogerla, cuando bajó se le cayó el alma a los pies. Había tardado aproximadamente treinta segundos en subir y bajar por la escalera, solo lo había perdido de vista treinta segundos…
No se dio por vencida, fue al columpio y se columpio como Susi, alto, muy alto, para tocar las nubes, para que la llevaran junto a ellos… y lo consiguió.
Desde ese día no volvió nadie.

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