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La galería - por Marisa Cuñat Mafé

La galería

Cuando, recién nacida su hija, Consuelo visitó la casa que sería la suya durante toda la vida quedó atrapada por la luz que se filtraba desde la cocina. Hubo de convencer a su marido ya que el precio superaba con creces su presupuesto pero la panorámica que disfrutaba aquel piso era inusual.
El edificio colindante era un colegio y como la finca hacía chaflán, la galería acristalada ofrecía una visión en gran angular sobre el patio situado en el interior de una manzana en el centro neurálgico de la ciudad. El terreno, cuya parte posterior estaba todavía sin construir era propiedad de la orden religiosa titular y estaba dividido en varias zonas separadas por un jardincillo romántico al que se accedía por un camino cubierto por arcos de buganvilias. Los azulejos daban color a unos bancos colocados en torno a un estanque circular y a una fuente presidida por la imagen de un santo. Unos enormes eucaliptos separaban la pista de patinaje, protegida por unas vallas, del pabellón de párvulos y de las aulas de piano.
El espacio más alejado del acceso principal estaba dedicado al deporte con canchas de baloncesto y vóley y el más cercano al edificio cuyas columnas conformaban un pórtico que daba cobijo cuando llovía, era la zona de recreo.
El ritmo del patio marcó su existencia: la entrada o salida de las niñas uniformadas, los cánticos, himnos, tablas de gimnasia, competiciones deportivas o celebraciones de los sábados. El son de la campana acompasó su horario y su calendario.
-¡Qué tarde se me ha hecho hoy, ya están en el recreo! pensaba al llegar del mercado.
-¿Has salido hoy más pronto del despacho, Teodoro? Las niñas no han se ha ido todavía…
Mientras desayunaba o merendaba cada día en la mesita que había colocado pegada al ventanal reconocía grupitos que se refugiaban en rincones .Unos preferían el jardín donde cambiaban confidencias, otros se disputaban los campos de deportes en los que surgían llantos y saltos de alegría.
La escolarización de su hija puso voz y nombre a profesores, monjas y conserjes. Se acercó a los lugares y conoció los pormenores de las aulas durante años. Discurrieron con rapidez las fiestas de final de curso, las ausencias vacacionales, la vuelta en Octubre, la Navidad, la Pascua y de nuevo el inicio del ciclo estacional.
Desde su atalaya percibió las transformaciones sociales: el colegio fue mixto, hubo nuevo uniforme, se ampliaron aulas, se talaron árboles y una estentórea sirena sustituyó la campana.
—Yo no estoy sola. Solía decir cuando murió su marido y la familia le instaba a dejar su casa.
—Tendremos que volver, ya empieza el cole, replicaba a su hija, ya casada que quería alargar las vacaciones en el apartamento de la playa cuando los nietos eran pequeños.
Y aquel otoño, cuando regresó, solo vio grandes máquinas excavadoras hurgando en las entrañas del subsuelo, desplazándose bajo tierra cual orugas, salpicando la tierra arrancada .Los camiones recogían montañas de arena ocre o de tierra negra mientras los obreros, hormigas enfundadas en chalecos fluorescentes, completaban con rapidez el trabajo de los potentes mecanismos.
La propiedad del colegio no había podido vencer la tentación de las empresas constructoras. Y el sistema educativo exigía tantas reformas que se optó por un traslado a las afueras .Era un suculento bocado para el mercado inmobiliario.
Consuelo perdió el ritmo de su vida. Cada mañana se despertaba en la zozobra. No sabía la hora. Olvidaba hacer la comida. Un día, al volver del mercado no encontró su portal. No oía el revuelo de juegos ni los gritos de adolescentes ni reconocía el silencio durante las clases. Los edificaciones se multiplicaron y un parking y un supermercado ocuparon el lugar. La carga y descarga de camiones, pitidos, algún derrape, altavoces, música lejana hacían un eco desconocido.
Abandonó su costumbre de merendar en su galería sin embargo se refugiaba allí cuando caía la tarde y susurraba:
—¿Dónde están los niños?
Como no obtenía respuesta gritaba más fuerte .
—¿Dónde están los niños?
Y golpeaba con furia la cristalera intentando encontrarse en el gran hueco de la desmemoria.
En cuclillas, agotada y repleta de lágrimas la encontró su hija, alertada por una vecina.

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3 comentarios

  1. 1. Aurora Losa dice:

    Marisa, veo que no has perdido esa perspectiva tan humana durante el verano, y sólo espero que, al regreso de las vacaciones, tu mundo no haya sufrido un cambio tan drástico como el de la pobre Consuelo.
    Un relato precioso, cargado de matices descriptivos que sirven para aportar veracidad a una vida entera mirando a un patio de colegio a través de una ventana.
    Precioso, Marisa, enhorabuena.

    Escrito el 30 octubre 2014 a las 10:02
  2. Hola.
    En lo personal me gustó el toque nostálgico del relato.

    Como sugerencia. En algunas partes faltaron comas y en otros sobraron (yo cometo el mismo error). Lo que ayuda es leer en voz alta el texto.

    Nos estamos leyendo. Saludos.

    Escrito el 30 octubre 2014 a las 22:38
  3. 3. Brillo De Luna dice:

    Marisa, es un relato con bastante material para tan poco espacio. La trama es interesante aunque se ve empañada por la prisa con que relatas las cosas. Coincido en que la puntuación debe mejorar. Pero me agrada el uso del vocabulario y los símiles que usas.
    Me gustó leerte.

    Escrito el 7 noviembre 2014 a las 15:33

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