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Niebla adulta - por Roger Prats

Entré al despacho de profesores, la mañana había sido extraña, el autobús me había removido el estómago más de lo que ya era habitual y una niebla espesa cubría las calles, cosa nada común en una ciudad como la nuestra.
El despacho estaba vacío, pensé que habría sido el primero. Apuré un café de un trago, sentí que mis ojos se abrían con más fuerza gracias a la cafeína y me percaté de algo insólito, un silencio que dolía en el oído ocupaba ahora los pasillos y ventanas del colegio. Hice repaso mental de mi llegada al recinto y no recordé haber visto a nadie ni en recepción ni en secretaría.
Me asomé al pasillo y miré a un lado y a otro del largo corredor y no había ni un alma, solo el silencio ocupaba la escuela y era un silencio más espeso que la niebla de aquella mañana. Comprobé el reloj de mi muñeca en diversas ocasiones, por si me había equivocado de hora, miré el calendario por si era festivo, pero nada explicaba aquel colegio vacío, era la hora de empezar las clases y el timbre sonó como una espada estridente que recorrió todo el edificio hasta dar conmigo.
Me decidí a andar y buscar a alguien que me confirmara que había clases. Bajé escaleras, abrí puertas, caminé pasillos que se me antojaron infinitos y nada, nadie había venido aquel día. Mi mente racional dio por hecho que no había sido informado de una vaga o alguna fiesta que desconocía, así que bajé al patio y me senté en un banco, llevaba cinco años en esa escuela y la conocía de cabo a rabo, permanecería allí unos minutos por si aparecía alguien con quien comentar mi error y reírme un rato. Pocas cosas hay más inquietantes que un patio de escuela vacío, el silencio y la ausencia parecen multiplicarse entre canastas y porterías, el viento levantaba remolinos de hojas y su susurro me helaba la sangre. La niebla había llegado para quedarse, no se había disipado ni un ápice y el paisaje que observaba era una colección de sombras grisáceas.
Estaba mi pensamiento clavado en aquel paisaje desolador cuando una mano me tocó el hombro y me sobresaltó, intenté disimular mi susto inicial al ver que se trataba del conserje, pero no fui capaz, mi mirada había estado demasiado rato contemplando la niebla y aquel rostro no era la mejor de las soluciones. Era un ser que pululaba por la escuela como un vagabundo por las calles, los niños se reían de él por sus ojos bizcos y su espalda curvada.
Sus ojos tenían una expresión confusa, de no ser porque era imposible habría jurado que no me reconocía.
— ¿Qué hace usted aquí?— Preguntó con la voz ronca.
— No me enteré de que hoy era fiesta— dije con tono jovial.
— ¿Fiesta? ¿Fiesta de qué?— había hablado antes con ese hombre pero cada vez tenía una sensación mayor de que me desconocía absolutamente.
— Del colegio, los niños— Me di cuenta de que le estaba hablando como a un idiota.
— ¿Ni…? ¿Qué son los nimos?— “Definitivamente, pensé, es imbécil”.
— Los niños, niños, no nimos. Son esos seres humanos más pequeñitos que corren por aquí y juegan a pelota.
— Aquí no hay de eso… ¿humanos pequeños?— me miró fijamente con sus ojos desparejos y alzando el puño en un gesto severo me gritó— No quiero drogadictos aquí, me pagan para proteger este sitio de hombres como usted.
— De acuerdo, me iré— le respondí, seguro de que se le había caído el último tornillo que le quedaba.

Me dejó pasar y subí las escaleras. Cuando llegué al despacho las piezas del puzle de aquella mañana empezaron a encajar en una teoría absurda. En el autobús, en las calles, en los alrededores del colegio, en la televisión, en ninguno de esos sitios había visto niños. Reparé entonces en que el despacho estaba sucio de polvo, las paredes vacías, el calendario no era el de siempre sino uno gris y viejo. En el pasillo se oían los pasos cansados e irregulares de Pedro, dejé mis cosas en el suelo y agarré un palo de madera que encontré en una de las mesas, puse mi espalda contra la pared y esperé a que apareciera. Me miró desde el pasillo, sorprendido por mi presencia allí arriba, y entró en silencio.
— ¿Dónde están los niños?— pregunté, un sonrisa malévola asomó a los labios secos y gastados de aquel hombrecillo siniestro.

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3 comentarios

  1. 1. Chiripa dice:

    Hola Roger, que bien contado está tu relato. ¡Te felicito!
    Me ha gustado el vocabulario que utilizaste, la redacción. También los símiles y el ritmo.

    Debo confesarte que no entendí el final. Quizás me hace falta cafeína, pero te voy a rogar que, como ya no vuelvo por aquí, vayas a mi relato “El Grito” (#111) @
    https://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-19/1969
    y allí me expliques la teoría absurda y el final. De paso, te invito a comentar mi relato.

    Se me pasó por alto dos veces, y a la tercera me saltó: “… un sonrisa malévola…” en la penúltima línea. Te invito a agregar la letra que no te ha salido.

    Espero volver a leer relatos de tu autoría. Feliz fin de semana.

    Escrito el 30 octubre 2014 a las 22:51
  2. 2. Chiripa dice:

    Gracias por compartir el link a tu blog

    Escrito el 3 noviembre 2014 a las 05:29
  3. 3. Ángel Gabriel dice:

    El relato es interesante, lo pega a lector hasta el final, el cual no logré entender del todo, si allí no estaban los niños, y tampoco en la ciudad ¿dónde estaban? o habían o no habían niños en ese lugar, creo que hay muchas cosas por aclarar en tu relato, pero si tiene fuerza, hay nudo y conflicto, no tiene final queda abierto para más, fraces que me gustaron “Un silencio que dolía en el oído” “El tiembre sono como una espada estridente” “y su susurro me helaba la sangre”
    muy buenas fraces. ¡¡¡¡¡¡Saludos!!!!! Si tienes tiempo lee y critica mi relato, es el número 16 EL COLEGIO Y LAS MUÑECAS.

    Escrito el 17 noviembre 2014 a las 00:04

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