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Luis y sus días. Capítulo I - por Abraham Darias

A causa del griterío que había montado afuera, Luis no tuvo más remedio que levantarse de la cama. Su fastidio era descomunal. Hacerle levantar tan pronto un día libre de colegio era señal de que nada bueno podría pasar durante ese día. Decidió salir a averiguar por qué se había formado tanto revuelo. Pediría explicaciones a su madre, Aliena, la alcaldesa, además de sugerirle la prohibición de los escándalos antes de las diez de la mañana, cuando él ya estuviese desayunado y más despierto. Se vistió con lo primero que encontró en la silla que hacía las veces de segundo armario, donde, según él, la ropa estaba mejor organizada. En su descenso hacia la puerta de la entrada no pasó por la cocina. Su enfado le había cerrado el apetito. Anduvo varios metros hasta llegar a las afueras de toda aquella aglomeración de curiosos y luego fue abriéndose paso en línea recta a base de sutiles codazos a los muslos de quienes parecían estáticos. Entre el espacio de unas pocas piernas que le quedaban por dejar atrás vio aparecer la figura de su madre, que hablaba con un policía de aspecto mayor y descuidado. La cara de su madre había mudado su color bronceado a uno rojizo a causa de las órdenes que daba sin apenas coger aire. Sus manos no dejaban de señalar a parejas de policías que luego se dispersaban hacia donde marcaba su dedo autoritario. Decidió seguir andando hasta allí, frente a ella, con mejor cara que la del policía mayor para evitar hacerla enfadar más, pero un grupo de hombres y mujeres que lanzaban flashes con sus cámaras le llamó la atención.
Uno de los vecinos reconoció en el niño la figura de Luis y llamó a gritos a la alcaldesa para persuadirle. Aliena no tardó en reaccionar y corrió hasta dar con su brazo en el hombro de Luis y hacerlo girar sobre sí mismo. La cara del pequeño había palidecido y sus ojos y su boca quedaron bobamente abiertos.

-¿¡Qué estás haciendo aquí!? –inquirió Aliena, la voz tensa.

Luis mantenía la mirada perdida y la boca abierta. Ni el estremecer al que fue sujeto por su madre para avivarlo fue suficiente. La boca se movía de lado a lado, sumisa, con cada zarandeo. Fue introducido en un coche patrulla y conducido de nuevo a casa.

De nuevo volvía a despertarse Luis. Todo le ayudaba a pensar que sus últimos recuerdos formaban parte de una pesadilla: el mismo juego de sábanas, su misma ropa interior… Pero en la silla que hacía las veces de segundo armario no estaba toda la ropa que había dejado sobre ella. En su lugar, encontró a su madre durmiendo con un libro entreabierto colocado sobre sus muslos.

-Mamá. Mamá –vociferó Luis, justo antes de saltar desde el piso alto de la litera en la que dormía y caer al suelo, produciendo un sonido grave y tembloroso.
-Mamá. ¡Mamá! –volvió a vociferar. Aún más fuerte. Ahora pegado al cuerpo durmiente de su madre.

Aliena despertó. Aturdida. Miró a la cara a su hijo. A cuál más sorprendido. Velozmente se puso en pie, recogió su bolso y se volvió hacia Luis. Frente a frente, Aliena quiso saber qué hacía Luis tan temprano en aquel lugar. Luis no supo qué responder. Parecía haberse quedado de nuevo en blanco. Cayó en la cuenta de que no habían sido una pesadilla las horribles imágenes de aquella mujer tendida en el suelo. Un escalofrío pareció surgirle desde lo bajo de la espalda hasta llegar al cuello.

-¿Qué viste, Luis? –inquirió Aliena, de nuevo el corazón en un puño al ver a su hijo con la mirada perdida.
-Había una mujer, mamá –espetó Luis después de unos segundos en silencio-. Estaba como de color violeta y no se le veían los ojos. Parecía muy gorda y su ropa estaba mojada.
-Luis. Esa mujer era Ariasu Kasumi, la escritora –inició Aliena, procurando tranquilizar el temblar de su hijo–. La han encontrado así en el lago. No sabemos qué le ha pasado y por eso hay tantos periodistas y policías. Creo que nos ayudarán a averiguar algunas cosas. Escucha. Debo volver con la Policía y seguir buscando pistas. Ha venido una amiga tuya a saludarte. Se preocupó al verte antes. ¿Le digo que pase?

Luis asintió con la cabeza y fue a buscar algo que ponerse mientras su madre volvía a la puerta y daba permiso a su amiga Esther para que entrase.

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