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EL SÓTANO - por R.A.S.

Fuera está lloviendo. Las gotas de agua golpean el tejado. La luz que entra a través de las ventanas mengua rápidamente, sumiéndome en la penumbra. Regueros de agua se deslizan por los cristales, y fuera todo es obscuridad y vacío. Un estallido de luz alumbra la noche y el repentino destello me hiere los ojos. A los pocos segundos el trueno retumba desde la profundidad de los cielos.
De repente, el estrépito de cristales rotos me despierta de mi ensoñación junto a la ventana. El ruido proviene de la cocina y a pasos cortos, tanteando en la obscuridad, me acerco a ver qué ha pasado. Junto a la puerta de la cocina está el interruptor de la luz, pero por más que lo pulso, sigo sumido en la peor de las tinieblas. Un nuevo relámpago ilumina fugazmente la cocina. En el suelo yace un cuervo con el cuello roto. Ha debido chocar contra la puerta acristalada que da al jardín. A través del hueco del cristal roto entra el aire, furioso, y una tromba de agua anega la cocina. “¡Piensa rápido, antes de que seas el único vecino del barrio con piscina cubierta!”. En el primer cajón bajo la encimera hay una linterna y en el sótano tengo la caja de herramientas.
La linterna despide un túnel de luz que repele las pesadas sombras que invaden la casa. Tengo la sensación de que si me salgo del camino que me marca, garras tenebrosas me arrastrarán a profundidades insondables.
La trampilla de acceso al sótano está al final del pasillo. Me cuesta levantarla. “¿Tanto tiempo hace que no bajo?”. Me alumbro con la linterna para bajar por las escaleras. A mitad de la escalera me doy cuenta de que el sótano está inundado. “¿De dónde ha salido toda esta agua?”. Me quedo anclado en el penúltimo escalón, temeroso de meter el pie en el negro líquido. Hago un barrido con la linterna. La caja de herramientas roja refulge como una boya de salvamento en medio del mar embravecido. Son sólo unos pocos metros. Si tan sólo consiguiera bajar ese último escalón.
Poco a poco deslizo el pie derecho hasta entrar en contacto con el agua. Un escalofrío recorre todo mi cuerpo y rápidamente saco el pie mojado. “¡Ánimo! ¡Mañana te reíras de esto!”.
El agua me llega a la pantorilla. Está helada. Luchando por avanzar en el agua me dirijo hasta la estantería. Cojo la caja de herramientas, me giro de nuevo hacia las escaleras y entonces un fuerte dolor sacude mi rodilla izquierda. Pierdo el equilibrio. “¡Por Dios, no te caigas en este charco inmundo!”. Suelto la caja de herramientas que se hunde en las profundidades marinas. Se me cae la linterna. Como si hubieran estado agazapadas esperando, las sombras se ciernen sobre mí. “¡No consigo ver nada!”.
Latidos de dolor atraviesan mi pierna. Si sólo consiguiera recuperar la linterna. Meto los brazos en el agua dando brazadas ciegas. “¿Está subiendo el nivel del agua?”. Ahora ya me llega a la cintura.
No encuentro la linterna. La rodilla me duele. Tengo que llegar a las escaleras. Voy dando tumbos, ciego, cojo, empapado, tiritando, los brazos sumergidos por delante de mi intentando abrir las aguas del Mar Rojo. Objetos indefinidos flotan a mi alrededor. Por fin, tropiezo con algo. “¡La escalera!” . Me agarro con fuerza a la barandilla y tiro de mi cuerpo semihundido. A tientas subo por los escalones. Con una mano me agarro férreamente a la barandilla, con la otra tanteo sobre mi cabeza, buscando la trampilla a través de la cual se encuentra el paso a la seguridad de la casa, el calor y unas ropas secas.
Mis dedos golpean el techo. Me intento mantener sobre las dos piernas a pesar del dolor de la rodilla. Levanto los brazos sobre mi cabeza y empujo. No se mueve.
“¡Maldita sea mi estampa!”. Necesito salir. Subo otro escalón. Ahora tengo la cabeza aplastada contra la trampilla, el cuello torcido. Empujo, esta vez haciendo fuerza también con el hombro. No se abre. “¡Por Dios!” De repente mi rodilla me traiciona, pierdo pie y me caigo, sumergiéndome por completo bajo las negras aguas. Consigo asirme de nuevo a la escalera. Subo arrastrándome con las manos. Sentado en el último escalón apenas saco fuera del agua la cabeza y los hombros. Empujo con fuerza. Golpeo la maldita trampilla con mis nudillos. Grito. Lloro. Tiemblo. El agua sigue subiendo.

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1 comentario

  1. 1. Peter Walley dice:

    Buenas R.A.S.,

    Soy uno de tus comentaristas de este mes. Sólo quiero reiterar lo que te dije en su momento: me ha encantado el relato y me ha dado miedo 🙂 muy bien hecho, nos leemos por aquí.

    Escrito el 28 noviembre 2014 a las 15:26

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