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Cuentos de viejas - por Vera

En el quilómetro 58 de la comarcal CA-117, entre un aserradero destartalado y un mesón venido a menos, hay una desviación a la izquierda. La carretera forma primero una pendiente de doscientos metros, muy pronunciada hacia abajo, y luego describe una curva cerrada hacia la derecha que va a morir a algunas casas familiares con frutales que sobresalen por encima de los muros y entrelazan sus ramas con las de pinos y eucaliptos que crecen salvajes en el espeso monte que las rodea. Al final de la carretera hay una rotonda con una farola de hierro negro en el medio; su luz parpadeante apenas alcanza a iluminar el suelo a su alrededor. Las viejas cuentan extrañas historias sobre ese lugar. Lo cierto es que nadie sabe por que, ni desde cuando, está ahí esa rotonda, pero los autobuses pueden dar cómodamente la vuelta, y al Cholo esto le resulta muy conveniente.

Cholo sale de su trabajo en el aserradero y solo tiene que cruzar la calle. Se sienta en su mesa preferida, le traen un vaso de vino y cuando termina este le traen el siguiente. Después de la tercera ronda llega Miguel, el conductor del autobús escolar, que a esas horas se toma un café para aguantar el último viaje de la jornada. Después del quinto vino, o quizás el séptimo, el Cholo se adormila y Miguel debe irse.

– Vamos, Cholo, te llevo hasta la rotonda, que los dueños ya quieren cerrar y no te tienes en pie -dice Miguel.

– Tío… -contesta el otro, mientras se deja arrastrar hacia afuera con una sonrisa torcida y los ojos medio cerrados.

El 31 de octubre, cuando salen al exterior, la noche está tan cerrada que la oscuridad se traga la taberna a sus espaldas como si nunca hubiera estado ahí. Miguel conduce reclinado hacia adelante, con el ceño fruncido, la cara pegada al parabrisas. El autobús se precipita cuesta abajo por la carretera hacia el negro más absoluto. Cuando llega a la rotonda, empieza a frenar para que su pasajero se baje del autobús, pero esa noche el Cholo tiene ganas de divertirse, así que se lanza sobre el volante y se aferra a él.

– ¡Otra vuelta, Miguel, tío! -exclama, arrastrando las erres.
– ¡Vamos hombre, que nos salimos de la carretera! -contesta Miguel, forcejeando.
– ¡Venga! -el Cholo se apoya sobre el volante y utiliza su peso para hacerlo girar.
– ¡Para, Cholo! ¡Que nos la pegamos! -Miguel empuja al Cholo, que tropieza. Su cabeza choca hacia atrás contra la puerta de los pasajeros.

Dan un volantazo. La luz de la farola se apaga y se oye el sonido de algo que golpea el autobús. Miguel frena tan bruscamente que se golpea la nariz contra el volante. Nota como su nariz empieza a chorrear, apaga el autobús y todo se queda en silencio. La farola vuelve a encenderse. Baja del autobús. El aire gélido le quema la garganta y los pulmones por dentro, y la sangre se le congela sobre la piel de la barbilla. Al lado de la rueda trasera distingue un bulto. El mundo se detiene por un instante y, cuando se pone otra vez en marcha, el tiempo va más rápido. Miguel corre de vuelta al autobús, se sienta de un salto en su asiento, enciende el motor y se larga con un chirrío de ruedas.

Mira de reojo por el espejo retrovisor y no ve más que negro, negro por todas partes. Inspira profundamente. Cholo gime a su lado, todavía tirado en el suelo; se ha olvidado de dejarle bajar. Miguel se pasa una mano por la cara. Los nervios, la oscuridad… Seguramente se lo ha imaginado todo. No ha abandonado a nadie tras atropellarlo; él nunca haría eso. Se frota los ojos. Cuando los vuelve a abrir, hay algo suspendido a un metro sobre el suelo: algo blanco, como niebla, como una nube.

– Tío, que frío hace… -dijo el Cholo a su lado.

Miguel también siente frío, mucho frío, y luego nada.

Dicen las viejas que no es bueno acercarse a esa rotonda por las noches, especialmente la noche de difuntos. Cuentan que las almas descarriadas vagan en círculos alrededor de la luz, encendiéndola y apagándola a su antojo. Que dan vueltas y vueltas hasta que se olvidan del mundo del que vienen y de aquel al que deben llegar, y entonces siguen dando vueltas y más vueltas, y ni siquiera la llegada de nuevos fantasmas las perturba. Pero puede que no sean más cuentos de viejas.

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2 comentarios

  1. 1. José Torma dice:

    Que tal Vera?

    En un relato donde tienes solo dos personajes, te invito a que revises la forma de no estarlos nombrando, a mi me crea confusion ya que el dialogo y la accion en si te debe decir quien esta diciendo que.

    El cuento en si es muy predecible, un recuento de las mil y una leyendas que existen, pero aun asi, es facil de leer.

    Busca la manera de alargar las frases mediante el uso de comas y punto y coma, ya que si todo lo separas con punto y seguido, se torna fraseado y, al menos a mi, me resta interes.

    Te felicito por participar.

    Saludos

    Escrito el 8 diciembre 2014 a las 19:55
  2. 2. José A dice:

    Hola!
    Tu escritura me atrapó, a pesar de ser una historia sencilla me gustó la forma en que la escribiste. Creo que el final tiene más potencial para algo más estelar.
    Saludos

    Escrito el 26 marzo 2015 a las 00:13

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