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Las rosas crecen mejor con sangre - por Margarita Alcázar

Víctor estaba anclado a la barra de la discoteca. Era joven, pero los veinte los dejó atrás hace ya tiempo. Lentamente se bebía el gin tonic que le acababan de servir. Prefería observar bien a los que le rodeaban, hasta que sus ojos profundos se cruzaron con los de ella. En el juego de miradas ganó él y ella se aproximó.
— Hola, ¿te invito a algo? —le propuso con su mejor sonrisa.
— Claro, gracias. Camarero, sirva un cubata —Ainara se sentó al lado de Víctor y lo miró fijamente.
Los dos estuvieron hablando y coqueteando. De pronto ella empezó a notar cómo se le iba un poco la cabeza y le pitaban los oídos, hasta que terminó por desmallarse. Víctor amablemente accedió a llevarla a su casa, así que la sentó en su coche y se alejaron de la fiesta.

Un tintineo metálico despertó a Ainara. Al principio con dificultad, pudo distinguir una sombra delante de ella. Luego el frío y el entumecimiento de su cuerpo le pusieron en alerta. Se encontraba en lo que parecía un almacén oscuro que apestaba a limpiador. Con un vuelco en el corazón miró hacia arriba, se encontraba atada y colgando por las muñecas.
— Veo que ya te has despertado —la voz de Víctor había cambiado. Ahora sonaba áspera, fría y divertida.
— ¿Dónde estoy? —Articuló con dificultad y completamente horrorizada.
— ¿Dónde estoy? Oh socorro, ¿qué me vas a hacer? —socarrón se burló de ella—. Te hemos traído a mi casa, para acabar la noche juntos.
— ¡Suéltame!
— Claro que te soltaremos princesa, pero a su debido tiempo. Ahora vamos a jugar un poco, no seas aguafiestas.
El secuestrador se dirigió hacia una mesa con diferentes objetos cortantes. Cogió un cuchillo, no muy grande, y se dirigió hacia Ainara. Le cortó la camiseta y los pantalones, sólo dejándola con la ropa interior. Ella se resistió, pero la impotencia de toda la situación le sumió en un llanto desconsolado.
— No te muevas tanto —posó su nariz en la cabeza de Ainara—. Vamos, córtale el pelo a esa perra —una voz como venida de ultratumba salió por la garganta de Víctor deformando a su paso las facciones de su cara—. Quiero tener un recuerdo de esta noche.
— Dios mío, ¡estás loco!
Ante la acusación, el hombre como si de una fiera se tratara, montó en cólera. Las tinieblas del lugar lo hacían parecer un monstruo. Golpeó el muro más cercano y luego apuntando a la impotente víctima con el arma, la amenazó. Realizó un corte superficial en el abdomen.
— ¡Para, Damon!
— ¡Vamos, Víctor! Terminemos ya con ella, quiero ver la sangre correr.
— No, por favor —musitó Ainara sin fuerzas.
El asesino se sacó del bolsillo de la chaqueta una bolsa de plástico blanca.
— Esta vez lo haremos a mi manera, Damon.
Con paso decidido se acercó a su víctima, se colocó detrás y le cubrió la cabeza con la bolsa. Sus manos agarraban fuertemente el instrumento e impasible aguantó las sacudidas de la muchacha. Entonces la muerte hizo su trabajo. Con cuidado bajó el cuerpo inerte para seguidamente guardarlo en el maletero del coche. Borró todas sus huellas y se fue de aquel lugar.

Las campanas de la iglesia anunciaban la misa del domingo. La mañana era tranquila y fresca. Víctor estaba sentado en el porche del jardín leyendo un periódico que pronto dejó en la mesa. Se dispuso a dar un agua a las plantas que empezaban a abrir sus flores con el calor del sol. Entonces se detuvo a observar los rosales que tenía en la linde. "Creced —pensó— y cubrid nuestro mal. Nadie se atreve a imaginar que las plantas son más fuertes y hermosas si con sangre fresca se les riega y con cadáveres se abonan."

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