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EL ANIMA DEL ESPEJO - por JOSE VICENTE PEREZ

La muerte de la pequeña Garazi sumió en un manto de tristeza la casa de los Azalegi. Nadie sabía que mal invadió su cuerpecito. Primero fue la fiebre, que la llenó de una ardiente inconsciencia. La calentura trajo el sudor, un sudario de vapor que la cubrió por completo.
El doctor Ibáñez, amigo de la familia, y que había traído a este mundo a varias generaciones de Azalegis, veíase desbordado por los continuos cambios en los cuadros clínicos de la paciente. Probó todos los métodos que la ciencia puso en sus manos. Pero la niña no mejoraba. Al cuarto día de la crisis, su cuerpo sufrió continuas convulsiones, llegando a echar espuma por la boca. Kataliñ, su madre, no se movía de la cabecera de la cama. Graciana, la vieja aya, tenía algo de bruja. Aprovechaba mientras arreglaba el cuarto y la cama para deslizar amuletos y emplastos de hiel de buey con limón. Los colocaba bajo el colchón y murmuraba conjuros mientras realizaba su tarea.
La mujer adoraba a Garazi y se mordía la mano hasta hacerse sangre, viendo las costillas tensadas como cuerdas de piano, cuando le cambiaba el camisón a la enferma.
El pequeño Zelai, se sentaba en el suelo a la puerta del dormitorio de su hermana. Permanecía horas enteras, agazapado en el dintel de la puerta, atento a los ruidos provenientes del interior. Nadie le explicaba nada, pero el niño, con aquellos ojos oscuros como tizones, lo observaba todo.
Las criadas empezaban a murmurar que la señorita estaba poseída. Y más, cuando al quinto día, su dormitorio dejó emanar una olor acre, como de podredumbre, o de muerte tal vez.
El doctor Ibáñez se mantuvo al pie del cañón, pese a la repugnancia que la enferma le producía. Su madre tuvo que salir casi desmayada, ahogada por las nauseas, cuando el galeno le mostró la fuente.
Al levantar las sábanas, empapadas como si acabasen de salir del lavadero, pudieron ver que el vientre de la niña aparecía salpicado de pústulas sanguinolentas de las que emergían gusanos blanquecinos. Ibáñez llenó de gasas y sulfamidas las heridas. Pero fue en vano.
Cada vez que levantaba una, trozos de piel se adherían como si el cuerpo de Garazi se pudriese por momentos.
Al sexto día, cuando el hedor se extendía ya por toda la casa, provocando las nauseas a los habitantes, la niña exhaló su último aliento. El médico aconsejó el amortajamiento rápido del cadáver, asustado por la velocidad con la que se estaba acelerando el proceso de descomposición.
Mientras tanto, ajeno a cuanto sucedía, el pequeño Zelai seguía acuclillado al pie de la puerta. Ni siquiera la pestilencia había podido distraerle de su cometido. Desde que falleciera su padre, se consideraba el hombre de la casa. Ahora, pese a no haberle dejado entrar en el dormitorio, se mantenía obstinadamente al pie del cañón. Permaneció allí cuando los empleados de la funeraria llegaron para amortajar a su hermana. También cuando, al cabo de un tiempo que se le antojó una eternidad, los vio salir con la camilla en la que el cuerpo embalsamado de Garazi pasó por su lado, dejando una estela de incienso y esencia de sándalo.
Zelai lo miró atentamente y sintió que un vapor de oro ascendía del cuerpo y le envolvía a él.
Por primera vez en una semana, el niño sonrió. Tras el sepelio, la familia sintió las primeras punzadas de la calumnia y la murmuración ignorante.
Los últimos momentos de la criatura, se habían extendido como un reguero de pólvora entre la maledicencia local.
Una noche, sin motivo aparente, la casa de los Azalegi fue pasto de las llamas. Solo se salvó Graciana, que dormitaba abajo en la cocina.
Los vecinos, mientras contemplaban la inmolación, suspiraron aliviados de que hubiese terminado la maldición de la aldea. Sin embargo, estaban equivocados.
El sepelio de Kataliñ y Zelai, se tuvo que hacer sin cuerpos, al no ser encontrados entre las brasas. Durante la ceremonia, los ataúdes se desprendieron de las correas y cayeron con estrépito en la fosa. La gente huyó despavorida del cementerio, mientras el párroco esgrimía el hisopo para bendecir las almas.
Esa noche empezaron las muertes de los vecinos calumniadores. Aparentemente, morían de terror. Y cerca de los cuerpos, siempre había un espejo empañado, formando la imagen de un rostro infantil.
La leyenda cuenta, que en noches de luna, un vapor con forma femenina, se aparece en los espejos de los niños atormentados, consolándolos en su pesar.

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2 comentarios

  1. 1. Job Peró dice:

    Muy buen relato. Me ha gustado mucho. Escribes francamente bien. Lo único que te diría es que no llegas a transmitir miedo, siendo una historia de maldiciones y fantasmas. Pero ahí está la leyenda para despertar temores una vez leída, no? Tengo ganas de seguir leyéndote.

    Escrito el 3 diciembre 2014 a las 23:24
  2. 2. JOSE VICENTE dice:

    Hola Job
    Muchas gracias por tu comentario. Anima mucho para seguir intentando disfrutar de la escritura.
    Josevi

    Escrito el 5 diciembre 2014 a las 08:29

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