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Desolación zombi - por Abr

Su nombre era Bonifacio y la última vez que lo vi sostenía una escopeta entre sus manos, con la frente descansando sobre la boca del cañón. Sabía que estaba decidido a hacerlo. Mi condición me otorga una situación privilegiada desde la que observar el devenir de los acontecimientos y la falta de trabajo me permite dedicarle tiempo a las vidas mundanas de aquellos a los que aún no les ha llegado la hora.
Cuatro son los hechos que condujeron a Bonifacio a semejante desenlace.
El primero, cuando murió Sarita, su hija de cinco años. Ocurrió al principio de todo, cuando la epidemia comenzó a propagarse. Nadie estaba preparado para lo que se avecinaba y, en cuestión de dos días, más de medio pueblo erraba por las calles con la mirada perdida, la baba colgando y, en general, varias partes del cuerpo mutiladas. A Sarita la devoraron de cintura para abajo. Durante dos semanas, Bonifacio la vio reptar, errabunda, dejando tras de sí un reguero de sangre coagulada y vísceras podridas, hasta que tuvo el valor de reventarle el cráneo con la escopeta. Después, metió lo que quedaba de ella en un saco, la enterró en el patio de su casa y yo pude llevarme su alma a un lugar tranquilo.
El segundo, cuando murió Laura, su esposa. A ella no la mató un zombi sino un borracho. A efectos prácticos, son casi lo mismo. Los que ya han perdido toda esperanza suelen beber hasta que a duras penas se sostienen en pie. Entonces, salen con sus armas a la calle para vengarse de los zombis, esparciendo tiros sin control ni sentido. Laura tuvo la mala fortuna de haber acudido al supermercado a por víveres justo cuando encajó en el estómago una bala extraviada. Bonifacio quiso recoger su cadáver, pero cuando la encontró no quedaba de ella más que algunos trozos desperdigados. Consiguió reunirlos todos —aunque en realidad no sabe que acabó juntando partes de varias personas distintas— y los enterró junto a los restos de su hija.
El tercero, cuando a su hurón lo devoró un extravagante zombi ataviado con un sombrero de cowboy y al que le faltaba todo el maxilar inferior, con la lengua colgando de la tráquea en un balanceo arrítmico, los músculos de los brazos hechos jirones y cubierto de una sustancia blanquecina y viscosa que goteaba de cada uno de los folículos de su piel. A Bonifacio ni siquiera le gustaba el animal. Sin embargo, había sido la mascota de su hija. Cuando la niña murió, el bicho se convirtió en una especie de talismán al cual Bonifacio sentía que debía proteger a toda costa.
He visto a muchos humanos dejarse envolver por el truculento manto del desaliento por mucho menos. Bonifacio resistió el azote de la epidemia, encajó la muerte de sus seres queridos, se sobrepuso a la desazón y la soledad, pero no consiguió superar el hecho de que, durante la última semana, en todo su pueblo oliera a salchichón.
En mitad de una pandemia en la que tres cuartas partes de la población mundial trata de devorar al cuarto restante, que tu pueblo huela a embutido no es bueno. Los zombis se mantenían en un nivel de alerta inusual y se movían sin cesar buscando el origen del olor. En pocos días, atrajo al pueblo a todos los no-muertos a varios kilómetros a la redonda, obligando a los pocos supervivientes que quedaban en él a confinarse en la relativa seguridad de sus hogares.
Para Bonifacio, cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día se diluía en la agonía de saber que la única compañía que le quedaba era aquel maldito y perseverante olor que se colaba sin remedio al interior de su hogar. En sus últimos días, Bonifacio solía sentarse en una mecedora, abrazado a su escopeta y tratando de disipar el aroma, perdiendo con cada manotazo al aire sus últimos resquicios de cordura.
Justo antes de apretar el gatillo, pronunció en voz alta sus últimas palabras, como si supiera que yo ya estaba allí, esperando con paciencia.
—Que mi esposa y mi hija me perdonen si por esto voy al infierno.
Siempre encuentro atisbos de arrepentimiento en los corazones de aquellos a quienes vengo a recoger. En el caso de Bonifacio, en su último suspiro deseó haber dedicado más tiempo a su familia. Por desgracia, cuando las personas se dan cuenta de estos errores ya es demasiado tarde. La muerte no concede segundas oportunidades.

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3 comentarios

  1. 1. Aradlith dice:

    Me ha parecido muy original tu forma de narrar el relato, desde la perspectiva de la muerte. La verdad es que hace la situación bastante frívola, con el dramatismo que tiene. Lo lees como quien mira caer bombas en las noticias del medio día. Pero me ha gustado por la forma tan natural de narrarlo. Es de esas historias que dan una mezcla de grima y pena al pensar en ellas.
    Un saludo.

    Escrito el 29 noviembre 2014 a las 20:49
  2. 2. juanjohigadillo dice:

    Pese a que las historias de zombies están bastante trilladas, está escrito de manera atractiva. Pero tengo una duda: ¿Cómo se puede devorar algo faltando el maxilar inferior…?
    Saludos.

    Escrito el 5 diciembre 2014 a las 12:01
  3. 3. Ryan Ralkins dice:

    Seria un dolor enorme uno quedar vivo en un mundo de zombis después de haber visto morir a tus familiares devorados sin poder hacer nada…como vez me hizo pensar y debo felicitarte. La indecisión de Bonifacio (pues eso me pareció ya que vio a su hija convertida) entre querer vivir o morir fue bien manejada.
    Buena historia, buen relato.
    Saludos.

    Escrito el 8 diciembre 2014 a las 23:29

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