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Seis números - por Gus Gris

Intento la sugerencia de la última llamada pero no funciona. Compruebo al acercar el dorso de mi mano a su nariz que sigue exhalando un hollín muy fino. Me limpio con la sábana que la cubre, tomo el teléfono y hago la siguiente llamada. Inserto mi dedo en el agujero del disco y empujo hasta la traba, el plato regresa haciendo rechinidos metálicos. Marco los números de esta combinación y espero. Por el auricular escucho campanas haciendo una escala cromática, seguidas de largas flautas. Una voz aparece del otro lado. Saludo y explico la situación, le pido una forma de terminar con la vida de la mujer que está en el camastro a mi lado, en este cuarto elíptico, mínimo. Tomo nota. Cuelgo. Me paro y me le acerco. Como se me fue indicado, presiono sus globos oculares por encima de los párpados con mis pulgares. Dejo caer primero el peso de mis brazos y después el de todo mi cuerpo hasta que las gotas escurren del lagrimal. Dejan un surco ácido en su mejilla pero noto por el movimiento de su pecho que no ha funcionado del todo. Procedo con la siguiente combinación telefónica. Disco el número. Del otro lado de la bocina nadie más que un fuerte viento que mece unos pastos de trigo. Sacudo el auricular y unas pequeñas semillas caen sobre la mesita de noche. Las tomo y cuelgo. Abro su boca y vierto las semillas, asegurándome que se deslizan a través de su campanilla, apisonando por capas hasta que su garganta y cavidad bucal se llenan. Un sonido ahogado en sus pulmones delata el fracaso. Paso a la siguiente combinación, disco el número, una contestadora automática me atiende. Escucho el menú de opciones, escojo la del representante que parece más competente. No me sirve su sugerencia, pido que me comuniquen con otro. Tampoco me sirve, es sólo una variación de algo que ya intenté, pero con algo más afilado. Continúo saltando entre agentes de esa organización; algunos se aburren, otros no me escuchan con atención, otros me piden que la deje en paz. Cuelgo. La miro hundida en el camastro, pálida, funesta, imperecedera. Los números son infinitos pero la combinación de seis de ellos tiene un límite, una llamada dará con la solución. Disco el siguiente número. Me contestan niños que no me comunican a un adulto pero que tienen interesantes sugerencias. Algunas madres que piensan que podría ser su hija y me detestan. Padres indiferentes. Maestros. Desempleados, carniceros, ninfas, ingenieros. Animales castrados, anatomistas de otros siglos, reporteros y oportunistas. Me contestan cuartos donde los poros de los muros hablan con dureza, mares donde se comunican ballenas entre ellas, pulsos electromagnéticos, columpios enredados con sus cadenas. Marco. Escucho. Intento. Cuelgo. Marco. Escucho. Intento. Cuelgo. Ella tiene llagas que cruzan su frente, una bandera que aunque pequeña, está bien clavada en su vientre, petróleo en la cuenca de sus ingles. De los dedos de su mano izquierda le cuelgan las uñas, sus tobillos están destrozados y sus labios clavados a su nariz que humea de cuando en cuando. Las herramientas que he utilizado se apilan en la mesita junto el teléfono. Pinzas, rodillos, sacacorchos, libros de gruesos lomos, toallitas húmedas, llaves que no abren ninguna puerta cercana; cada artefacto embadurnado de un líquido ocre ya seco, algunos con uno verde de sabor delicioso. Tomo el teléfono y disco la siguiente combinación. Una voz que apenas vibra se desliza en espiral por el cable que lleva al auricular, una voz dulce que se agita con desesperación entre las paredes de la bocina, una voz que desprende hielo, una voz conocida. Una voz que pregunta cuánto tiempo más lo voy a seguir intentando. Pregunta por qué no me detengo, por qué no me sé perdonar. Por qué dejé de voltear a su lado cuando dormíamos. Por qué me fui y no le marqué. Pregunta si me gusta el tono del teléfono. Tras varios compases de silencio escucho una expectoración en el recoveco más lejano de la bocina que duplica por una fracción de segundo al que escucho desde el camastro.

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