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En tierras ignotas - por Tania

Web: http://comentalecturas.blogspot.com

En tierras ignotas

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Fueron las palabras exactas que pronuncié alborozado. Hacía demasiado tiempo que necesitábamos una noticia feliz.

Un año antes, el 5 de septiembre me encontraba en el aeropuerto de Reikiavik dispuesto a tomar el vuelo 6528 IV que me iba a llevar directamente a la bulliciosa y cosmopolita ciudad de Vancouver. Mi empresa de robótica había desarrollado un nuevo neurotrasmisor para tetrapléjicos e iniciaba la comercialización por todo el mundo. Me despedí con un abrazo cálido, de mi esposa Fabianne y con mimos zalameros, de mis hijitas Martina y Adele. Prometí que a mi regreso las llevaría al circo. ¡Cuán lejos estaba de saber el destino que me aguardaba!

Al pánico vivido en los primeros momentos sobrevino una oscuridad absoluta y un frío intenso, pero sobre todo la gran certeza de que la catástrofe era definitiva. Había cesado todo movimiento y solo se percibían lamentos soterrados que salían de gargantas roncas a fuerza de gritar.

Tuve la suerte de ocupar un asiento en la parte del ala derecha, además soy un hombre previsor y una de mis costumbres consistía en llevar donde quiera que fuese una pequeña linterna. Cuando pude sobreponerme, iluminé a mi alrededor. Se veían ojos desmesurados abiertos de puro espanto; bocas desencajadas; y sangre, mucha sangre que chorreaba de los cuerpos salpicando toda la superficie del aparato.

Sin embargo la voz asustada, pero fresca de un joven, preguntó desde el lado izquierdo.
Pronto un eco de palabras esperanzadas nos alertó de que había más supervivientes. Logramos reunirnos ocho personas solo heridas con rasguños leves, de un total de ciento ochenta y dos pasajeros.
Derribamos la desvencijada puerta y salimos a la fría madrugada cuya alba comenzaba a despuntar.
Quizás porque portaba la linterna, me encargaron junto al joven Marc de explorar el entorno. El sufrimiento de los moribundos era espantoso y convinimos que lo más humano era acabar con ellos Señalamos a Ernest y a Gontar por su complexión atlética,que a regañadientes aceptaron misión tan macabra. Maurice y Gulio se encargarían de recoger mantas, ropa abriga y enseres útiles. Lousie y Elken cuanta comida y bebida pudieran encontrar.

Comprobamos que el terreno parecía una isla y que el mar se presentía debajo de la superficie helada de la costa. Aquel paisaje de inmaculada blancura, me impregnó de realismo. No se veían rastros de civilización, parecía como si el avión se hubiese desviado de la ruta prevista. Por las bajísimas temperaturas podía tratarse de una isla perdida del Océano Ártico. Si se confirmaban mis sospechas, el rescate conllevaría muchas dificultades y tiempo. Sabía que sobrevivir en condiciones tan severas todo un largo invierno podía ser muy duro.

Cada día nos agotábamos arrastrando la comida y el material en busca de una masa boscosa que nos permitiera el refugio en el interior de la isla.
A Elken se la veía fuerte debido quizás a que la educación en los países nórdicos incluye preparar para contingencia relacionadas con el aislamientos y las condiciones extremas que el clima impone. Pero Lousie era una joven parisina acostumbrada a la blandura de la cómoda civilización de la Europa del sur. Además se había hecho un esguince y aunque vendamos el tobillo, las largas caminatas y la falta de medicinas lo empeoraron y después de una semana la gangrena avanzaba de modo vertiginoso. Cuando comprendimos que la única solución era amputar, se negó en redondo y prefirió quedarse a esperar su fin. Maurice que era un hombre muy religioso quiso permanecer con ella con la ilusión de alcanzarnos después, aunque nunca llegó.

Avisé a Ernest y Gulio de que los osos rondaban cerca y de que debían vigilar. A la mañana siguiente la escasa comida había desaparecido. Ernest presentaba un gran mordisco en la yugular y Gulio tenía la cara destrozada de un zarpazo.

Nos quedamos sin comida, debíamos beber pequeñas porciones de la nieve y los animales autóctonos hibernaban. La única alternativa consistía en comer carne humana. En previsión ocultamos con nieve el cadáver más reconocible y venciendo nuestra repugnancia, diseccionamos al otro, tendríamos carne para una temporada.

Igual que llegaba la primavera y el deshielo, las miradas aquiescentes entre Maurice y Elken fructificaban en un hasta entonces disimulado embarazo. Una noche de inicios de verano unos gritos desgarradores muy distintos a los de la pesadilla del avión, llenaron el espacio y al cabo de una hora angustiosa, el llanto infantil se elevaba como una promesa al cielo.

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