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Amarillo. - por Ricardo Lindquist

Web: http://www.buhario.com

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.

—Escucha, maldita sea —me dijo, inclinándose—. Quédate quieto y mantente cerca de mí, o cuando regresemos sabrás quién soy, ¿escuchaste? ¿lo entiendes? Si te quedas en paz todo estará bien. Alargando el brazo, cogió un par de cigarrillos y me los dio. Y ahora quédate callado, para que pueda pensar. Tengo que pensar. Hay que esperar en la orilla. —Añadió, después—. Necesitamos saber de una vez por todas qué hay en la balsa.
Tomó un cuchillo, el revólver y un paquete de cigarros; también varias pastillas que siempre tomaba para los sustos: cápsulas de pasiflora, Bromazepan y cocaína por si todo se iba al carajo. En ese momento no conseguí captar cuánto me tranquilizaba la actitud de Oscar; por un instante pareció estar seguro de lo que hacía. Entonces caminamos a la orilla tomándonos las manos con fuerza. Dios, qué día, pensé. Mientras acercaba la balsa por completo, contemplé sus brazos y recordé cuánto los ejercitaba por la mañana en la ciudad.
Una vieja anciana estaba tendida sobre la cubierta. Un maltratado vestido amarillo la envolvía. ¡Qué rostro tan horrible! grité. Parece dormida.
—Mira lo que sostiene—dijo, señalando el brazo derecho.
Sujetaba un viejo bastón, de tal manera que parecería habérselo ofrecido a alguien justo en el momento en que cayó petrificada. Oscar tomó el pulso: estaba muerta.
Entre los dos, agarramos con fuerza a la vieja y la llevamos hasta la cabaña, no sin antes resguardar la balsa. Oscar le levantó la cabeza para verla al rostro, dijo que las canas y el ceño fruncido le recordaban a su madre, mi suegra.
Tras discutirlo largo rato, acordamos dormir un poco y ver después qué haríamos con la vieja. Todo estaba en silencio, como debería si intentábamos dormir. Todo excepto el mar.
—Va a ser imposible—dije.
Abriendo los ojos, Oscar comentó:
—¿De dónde habrá venido?— No lleva mucho tiempo muerta.
—Todo esto me pone muy nervioso, deberíamos desaparecerla— respondí.
—No—dijo, poniéndose de pie. Su rostro robusto y barbado adquirió ese aire meditabundo y frío, esa imitación de la arrogancia del sabio que se enfrenta al estúpido—.
—Sería tanto como admitir que nosotros la matamos. — respondió furioso.
—¡Ya está muerta!—grité.
De forma intuitiva entendí lo que sucedía; no se atrevía a desaparecerla por su madre, que recién había fallecido de un coma diabético. Se veía intranquilo.
—De acuerdo, ¿cuál es el plan?— preguntó cabizbajo.
—Espera— contesté.
Abrí los cajones. Del interior saqué una caja de fósforos. Me senté de nuevo en el suelo y la puse en sus manos. Estaba prácticamente vacía, salvo por tres o cuatro cerillas.
—Lo haremos mañana—refunfuñó mientras sofocaba la flama de la lámpara.
—Como gustes—inquirí.
En la ciudad había tenido todo tipo de pesadillas: había visto muertos tomándome de los pies; perros gigantes que masticaban cabezas; jinetes endemoniados; pero jamás, como aquí, había pasado una sola noche sin dormir.
Abandoné la cama y salí al pequeño espacio en donde estaba la hamaca. Oscar no soportaba dormir en la cabaña durante las noches calurosas.
Entonces vi lo que había estado ocultando: en cuclillas Oscar besaba a la horrible vieja que se mantenía inmóvil.
Cerré la puerta y volví a la cama. No podía creerlo: había conciliado el sueño.
Apenas amaneció inicié mis estiramientos y la rutina diaria de oraciones. Ambos seguían dormidos. Una pena, pensé. De no ser por las moscas que se aglutinaban sobre el cadáver, no habría distinguido quién de los dos estaba muerto. Con cuidado, arrastré a la vieja hacia la orilla procurando que Oscar no interrumpiera su sueño.
Una vez lejos, comencé a quitarle el vestido. Ella no se molestó en reclamar. Digamos que su única resistencia fue el terrible brazo engarrotado que me impedía dejarla desnuda. El bastón apuntaba hacia el mar, ambas conocíamos el siguiente paso.
—De cualquier manera, querida— dije en voz alta—, no hay lugar para ambas en esta detestable isla. La muda muestra de su desprecio me hizo temblar.
A la mierda con todo, pensé.
Caminé hacia la balsa, deshaciendo el nudo con dificultad. Luego de ponerme el vestido, vi remotamente la cabaña. Adiós Oscar, ojalá cuide bien de ti.
Me dio la impresión de que las aguas estaban más tranquilas que nunca. Las nubes se veían espléndidas. Cerré los ojos cuando la balsa comenzó a arder. Dios sabe que hice lo mejor, así como sabe que me llamo Ángel Garmé y que no creo en los milagros.

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