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Tregua - por Miguel

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro.

Pero no milagro en el sentido sobrenatural del término. Los milagros de ese estilo no existen y son sólo estupideces hechas por hombres astutos para ganarse el favor de los crédulos. No, yo hablo de un verdadero milagro. Un hecho sin parangón y difícil de explicar sin recurrir a hipérboles sonoras que atrapan incautos.

Los odiosos milagros se los dejo a los curas de sotanas anchas y sombreritos ridículos que van por la vida creyendo que por repetirlo tanto la gente terminará creyendo que dios nos mira con conmiseración y pena. O a los magos que prostituyen la palabra cada vez que fingen transmutar la materia de un conejo que entró aquí y salió allá.

Mi milagro es menos trascendental y más simple.

Sucedió hoy mientras iniciaba mi rutina de viejo jubilado en este lugar inmundo al que el destino (y mi malograda mujer) me trajo. Este sitio infestado de negros que van por el mundo sin camisa y de mujeres inmorales que se visten sólo por la pereza de tener que sacarse después la arena de las nalgas. El sol estaba más picante que de costumbre y resultaba imposible protegerse. Parecía multiplicado desde todos los ángulos de manera que las sombras no se dibujaban bajo los aleros de las casas y daba igual caminar sobre la acera que por el medio de la calle sucia y sin pavimento.

Al principio me pareció sólo una sombra difusa más de las miles que hay en este sitio olvidado. Doblando en una esquina la perdí y de inmediato la olvidé sin reparos ni ceremonias.

Seguí caminando. Los niños y niñas en calzones revoloteaban sin tregua a mi alrededor como si supieran que en silencio los desprecio. Como queriendo decírmelo fuerte y claro: "vas de salida y nosotros llegando viejo, nada podés hacer".

Caminar bajo un sol tropical es extraño. La humedad que recorre la isla forma una película invisible que ralentiza el paso y dificulta el ritmo del caminante. Por momentos, como si se tratara de bolsas de aire calientes contra las que hay que pelear para avanzar, se siente un golpe de calor durante pocos segundos que da paso luego a un vacío que puede generar tropezones.

A mi lado una jauría de cuatro perros intentaban fornicar (si ese verbo caduco tiene validez cuando se habla de animales) con una perra callejera que los miraba y giraba en redondo cuando alguno ponía sus patas sobre su lomo. Uno se destacaba sobre los demás y los amenazaba con unos dientes afilados que les mostraba cada vez que se acercaban más de la cuenta. Les arrojé del agua que llevaba para beber y los vi correr detrás de la perra espantada que iba dejando ese olor que los enloquece.

En el banco como de costumbre la fila serpenteaba por el corralito de cuerdas que limitan e imponen el orden. Me limité a mirar alrededor mientras sospechaba de cada persona con la que cruzaba la mirada pensando si era un ladrón en potencia de esos a los que la vida de su víctima les importa cero con tal de robarse unas cuantas monedas.

Mientras sospechaba de un hombre con gafas oscuras, la vi de nuevo. Era bella en medio de su anodina apariencia de vieja. Debía tener unos 65 años y llevaba un vestido enterizo amplio con estampado de frutas, un sombrero de fique con las alas anchas, unas gafas transparentes de marco de carey y se ventilaba con un abanico barato de las Feria de Manizales.

La piel ajada y colgante en la papada le daba un tensor especial a los pómulos resaltando sus ojos y haciéndolos más expresivos. Su escote era amplio y dejaba ver un pecho bronceado lleno de pecas y manchas. Durante algunos segundos la miré con descaro, sin disimulo. Quería que ella notara que este viejo la estaba mirando. Que se sintiera cohibida, que se sintiera deseada. Que supiera que había despertado algo en mí.

Pero nunca me vio ni notó mi presencia.

Terminó su trámite, metió sus cosas en la cartera y salió de la comodidad del aire acondicionado para regresar al infierno de esa calle que ahora se hacía más fresca con su caminar seguro e imponente.

Entonces justo ahí, cuando supe que en esa nueva isla nunca más estaría solo, sonreí.

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2 comentarios

  1. 1. juana Medina dice:

    Muy bien relatado, y buen final gracias al cual el lector respira aliviado. Ya venía bastante enojada con este viejo rezongón y cascarrabias, para colmo de males racista, descalificador y soberbio, cuando empecé a ver -gracias a los perros- lo que le andaba pasando al pobre hombre. Linda historia.

    Escrito el 31 diciembre 2014 a las 13:48
  2. 2. David Rubio dice:

    Extraordinariamente bien narrado. Has construido un personaje gruñón, resignado, enojado, un personaje encantador por su complejidad. Lo peor es que no le sucede nada destacable y eso hace que el relato se quede un tanto cojo. Ver a esa bella anciana me parece que no es suficiente como conflicto.
    Muy buen trabajo.

    Escrito el 18 enero 2015 a las 18:20

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