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Nocturno para una golondrina - por Pilar Llompart

El sol se escondía tras un resplandor crepuscular cuando Ainara abrió apresuradamente la puerta del edificio, escapando del frío despiadado que silenciosamente se extendía por la calle.

El ascensor se había estropeado unos días atrás, así que emprendió la tarea de subir las escaleras hasta su casa, en la quinta planta. La escasa iluminación en las escaleras hizo que el encuentro con su vecina, la vieja del cuarto – segunda, fuese lo más parecido a una aparición espectral. “Ha vuelto a dejarse la radio de su casa encendida”, se quejó a la joven. Ainara no recordaba haber encendido la radio antes de salir de casa y con extrañeza, se disculpó. “Vive sola y ser tan imprudente le pasará factura”, añadió la vieja. Ainara pensó que se trataba de la mala costumbre de la vecina por envolverlo todo de catastrofismo y continuó subiendo peldaños.

Cuando llegó al rellano, algo llamó su atención. Una rosa de un intenso color rojo, la esperaba sobre el felpudo de su puerta. A simple vista, ninguna nota acompañaba la flor. Sorprendida, se agachó y la cogió cuidadosamente. Apreció la suavidad de los pétalos, parecidos al terciopelo. Se sintió feliz al pensar que alguien se había acordado de ella a unas horas de su cumpleaños y por eso no respondió con suspicacia ante el hallazgo.

El cansancio acumulado tras subir los ochenta peldaños se esfumó con el soplo de paz que le proporcionó hallarse ya en su casa. La melodía de unos acelerados violines la recibieron. Efectivamente, la radio estaba encendida y sonaba música clásica. Podía ser Bach o Beethoven. Le gustó llegar a casa envuelta de acordes, fusas y semifusas y ese fue el motivo por el que no apagó la radio.

Encendió la pequeña lámpara del salón junto a la ventana, pues le gustaba el ambiente cálido de semipenumbra que le proporcionaba esa luz. Dejó la rosa sobre la mesa. La flor otorgaba un ambiente más animado a la estancia. Seguramente se tratase de un detalle enviado por su madre. Aunque su madre jamás olvidaba añadir una nota a los regalos. Se acercó a la ventana. Fuera, empezaba a nevar. Había hecho bien en regresar pronto a casa, pensó. El invierno se le hacía especialmente insoportable.

El sonido de los violines golpeando fuertemente se confundió con el timbre del teléfono.

—¿Diga?

Nadie respondió al otro lado.

—¿Diga?, ¿hola?, ¿hay alguien ahí? – volvió a preguntar.

Ainara siguió sin oír nada y colgó. No soportaba ese tipo de llamadas que venían produciéndose con frecuencia irregular desde hacía un mes. Para su sorpresa, el teléfono volvió a sonar.

—¡Diga! – respondió esta vez con firmeza.
— ….
—¿Hola?, ¡estas bromas son muy pesadas! —insistió —. ¿Quién llama?

Colgó el auricular con contundencia, zanjando así aquella broma de mal gusto de la que era víctima. Después de cada llamada anónima, Ainara experimentaba un recelo parecido al de un animal que se siente vigilado por un cazador oculto. Si de algo estaba segura era que al otro lado, alguien la escuchaba y disfrutaba de llevarla a la exasperación.

Dispuesta a distraerse de las sospechas, volvió junto a la mesa y acarició los pétalos de la rosa. Sin embargo, la advertencia de la vecina y la llamada anónima habían sembrado un recelo que, poco a poco y sin que Ainara pudiera detenerlo, fue trepando por sus pensamientos hasta convertirse en un temor real. La melodía de los violines se volvió confusa. Su casa y la rosa ya no le parecían tranquilizadoras sino extrañas e incluso siniestras.

—No deberías dejar la jaula abierta, pajarito. – dijo una voz masculina detrás de ella, muy cerca.

Ainara no se atrevió a moverse. A punto de desmayarse de terror, sus manos apretaron con fuerza la rosa. El miedo actuó como paliativo y ni siquiera sintió las espinas clavándose en su piel hasta sangrar. Su respiración se agitó mientras sus ojos buscaron desesperadamente una escapatoria. Sin embargo, en su lugar, encontraron un sombrero, un borsalino negro que descansaba en el sofá. Los violines habían dejado de sonar. Ainara comprendió todo; la radio encendida, la rosa usada como cebo y la música ocultando con complicidad la presencia del intruso. Él había estado allí todo el tiempo, agazapado como el cazador de los temores de Ainara que ella no había advertido hasta ahora, ya demasiado tarde.

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3 comentarios

  1. 1. Carlos R dice:

    Curioso el giro que da la historia de principio a final. La tensión va creciendo y has sabido mantenerla hasta la última línea

    Escrito el 30 enero 2015 a las 17:19
  2. 2. Pilar dice:

    Muchas gracias por tu comentario, Carlos. Me alegra que mis palabras trasmitan la tensión que pretendía.

    Escrito el 30 enero 2015 a las 21:09
  3. 3. Jara Hisedal dice:

    Totalmente de acuerdo con Carlos, Pilar, buen crescendo. Ay, al final vamos a tener que hacer más caso a las vecinas cotillas.
    Abrazos desde la roqueta.

    Escrito el 30 enero 2015 a las 22:26

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