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Huellas de pasos - por Bárbara Diaz-Munío

¿Dorada la jaula? Ni siquiera. Sórdido más bien este apartamento en planta baja, oscuro y húmedo, donde no consigo que la ropa quede completamente seca, donde siempre hay algún juguete roto por el suelo, trozos de galletas pegoteados a las cortinas y un persistente olor a coliflor y orines de gato.
¡Cásate! me decía mi madre. Siempre podrás estudiar más tarde. Nada como la estabilidad que da tener un marido que se ocupe de todo, no tener que ir a trabajar y poder quedarte en casa, ocupándote de los hijos, como una reina.

La reina de las imbéciles, sí. La que no tiene vida propia ni ánimos para salir huyendo. La que pasa sus días comprando comida barata, cocinándola mal que bien y colgando lavadoras. La que va perdiendo la frescura que atrajo al sin sustancia de su marido, resignado a una vida de oficinista sin futuro ni pasión, con tres hijos chillones y desaseados y una mujer que, aunque esté feo que sea yo quien lo diga, se va volviendo cada día más retraída y amargada, el ceño perpetuamente fruncido y la boca apretada.

Si lo estuviera viendo en la tele, cambiaría inmediatamente de canal, pero no puedo. Es mi vida y con mi pan me la voy comiendo. Muerta de asco, me asomo a la ventana. En la calle, un puñado de tamarindos resignados intenta sobrevivir a un invierno particularmente frío y ventoso. Tres días sin parar de llover. A este ritmo volverán a atascarse los canalones e inundárseme la casa. Apoyo la frente contra el cristal, abatida, y me fijo en un señor mayor que pasa frente a mi ventana. Envuelto como para regalo en un impecable abrigo gris y una bufanda que da varias vueltas a su escaso cuello de tortuguita, pelea por que no le entre agua por el cuello. Al verme, se lleva la mano al sombrero en un saludo tan breve como anacrónico. Le hago un gesto que quiere ser amistoso y acaba siendo un híbrido entre el saludo de las infantas y el gesto de los cinco lobitos y vuelvo al salón intrigada por ese caballero de otra época. ¿Llevaba monóculo y bastón o lo he imaginado?

Al día siguiente, apostada en mi ventana, espero el paso del caballero atildado. No sé de dónde me viene la certeza de qué volverá a pasar. Es ridículo, pero espero igualmente y, poco antes del anochecer, le veo llegar, encorvándose contra el viento. Al llegar a mi ventana, levanta los ojos y vuelve a tocarse el ala del sombrero. Corro a la puerta y le invito a pasar.

– ¿Un café? Propongo. Hace demasiado frío para pasear.
– Acepto con gusto, responde, pero no paseo. Obedezco más bien a un imperativo inexcusable, la necesidad de caminar, de encadenar paso tras paso con la esperanza de encontrarme al final del camino.
– ¿Y mi calle forma parte de un nuevo recorrido? le pregunto al tiempo que lleno la cafetera de café molido y enciendo el gas.
– ¡En absoluto! Llevo años pasando a diario por esta calle y viéndola tras la ventana. ¿Sería usted tan amable de pasarme el azúcar?
– ¿En serio? Pregunto alcanzándole el azucarero de loza.¿Cómo es posible que no le haya visto nunca? Por esta calle no pasa nunca nadie.

Se queda pensativo unos instantes y acaba por contestar:

– Es posible que no estuviera usted lista para verme.

Es muy posible, en efecto, pienso tras quemarme el paladar al beber un sorbo de café ardiendo.

– Espéreme un momentito, por favor.

Me levanto y me dirijo a la ventana. Casi no puedo ver ya los tamarindos pero sé que siguen temblando de frío y de viento. Cojo el teléfono y marco con prisas:

– Patricia, ¿podría decirle a mi marido, por favor, que recoja a los niños en casa de su madre? Están haciendo los deberes con la abuela. ¡Muchas gracias!
– ¿Nos vamos? Pregunto.
– Mientras el caballero se levanta, miro las tazas sucias en la mesa de la cocina, echo un último vistazo al desorden del cuarto de estar, me pongo el chaquetón y el gorro y abro la puerta.
– ¿Las llaves?
– No se preocupe, no me van a hacer falta. Cierro de un portazo, me lleno los pulmones de un aire picante y húmedo que sabe sorprendentemente a libertad, mientras me fijo en el dibujo exaltante que van dejando mis botas en el asfalto mojado.

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2 comentarios

  1. 1. tavi oyarce dice:

    Bárbara, hermoso tu cuento, también pudo haberse titulado: Malos consejos de una madre”.
    Entre la rabia se deslisa la tristeza y el aire gris que la protagonista ve a través de la ventana
    Quién no ha tenido el deseo de huir de una mala vida. Un relato creible dentro de su fantasía.
    Te felicito

    Escrito el 30 enero 2015 a las 00:38
  2. 2. Adella Brac dice:

    Me ha encantado ese personaje misterioso que la salva de su vida. Me gusta la imagen de esos tamarindos temblando. Me gustan muchas de las expresiones que utilizas 🙂
    ¡Buen trabajo! 😉

    Escrito el 1 febrero 2015 a las 20:34

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