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Sin título - por C.PErdigon

Las cuatro sílabas de su nombre hicieron eco durante todos los santísimos días de 1952. Pronunciarlo sonaba lindo; salvo cuando ella misma lo pronunciaba, milimétricamente, sacando la lengua antes de articular la última vocal: An-to-ni-a.

En la escuela, diferentes profesores vivieron asombrados aquél año ante las diabluras de la niña; por ejemplo: Herminia, profesora de música, dijo que su vocecita eran notas del pentagrama, desde graves hasta estridentes agudas; Gustavo, profe de geografía, aseguró que la niña tenía aires de norte, sur, oriente y occidente; la profesora de matemáticas, Ester, dijo, un jueves tras finalizar la jornada, que Antonia era un signo de suma y resta; otro profe murmuró que desde pequeñita ya se veía la joyita que sería, y así cada cual daba su informe. Durante dicha época fueron lunes, martes, miércoles, jueves y viernes los cinco días que detestó, de a ratos, Antonia. Las otras veces abusó de ellos al punto que sus compañeros de escuela los borraron del almanaque, y dejaron intactos sábados y domingos para indicar que se librarían de ella. Para alivio de muchos, fue el último año de tormento. Antonia cursó quinto de primaria, y aunque de ahí en adelante no volvió a pisar las baldosas de aquella arcaica institución, su nombre, apellido e innumerables fechorías no se extinguieron: sobrevivieron, en los pasillos, por más de tres años. Lo que nadie supuso fue que esta pícara niña volvería, sin porqués, veintidós años más tarde.

Febrero 2 de 1974, fecha que marcó Antonia sobre el calendario cuya fotografía de osos polares, algo cursi, le ayudó a recordar la visita que debía hacer a la escuela donde estudió años atrás; asimismo había apuntado otras fechas importantes para notable mes: el cumpleaños del tío Otoniel, la prima Clemencia y el sobrino Eusebio; dos citas médicas, la boda de su hermana Florentina, y por último un viaje de ocho días que haría a Bogotá. Cada evento estaba señalado con dibujitos coloridos.

Esa mañana desayuno poco, vistió casual y decoró su atuendo con un sombrero aguadeño heredado de la bisabuela. Estaba echando seguro a la puerta cuando alcanzó a oír, entre el sonsonete de las llaves al girar, que el teléfono chillaba adentro. Estuvo tentada a devolver los pasadores y averiguar quién llamaba a esa hora; prefirió sacar la llave. Miro hacia ambos lados de la calle antes de cruzar, se mordió la lengua, alzó los hombros en gesto de desacuerdo y, airada, tiró el manojo en el bolso.

Era la hora de recreo cuando Antonia pisó las baldosas de la institución. Parecía como si hubieran pasado muchos siglos para aquél recinto pues un semblante de modernidad reinaba. Y como guiada por un radar, se encaminó hacia la oficina de profesores sin distracción alguna. Unos cuantos niños detuvieron sus juegos infantiles para mirar con fascinación la mujer que atravesaba los corredores con pasos arrogantes. Cuando estuvo frente al salón, no golpeó sino que entreabrió la puerta y, mientras estabilizaba el aire en sus pulmones, vaciló si ingresar o no; al fin de cuentas lo hizo. Tras su entraba cautelosa ninguno de los presentes se inmutó, lo cual fue oportuno pues dio pie para inspeccionar la mayoría de rostros; identificó tres desconocidos; los demás eran los mismos tipos y tipas de hace años. Luego detuvo su mirada sobre un escritorio donde descansaba una manzana oxidada, distintos cuadernos, cientos de carpetas y exámenes, una cacatúa arrestada dentro de la jaula donde siempre hubo un búho, y grandes maquetas inconclusas. Antonia chifló, se aclaró la voz y saludo: Hola profes, ¿se acuerdan de mí? El tono agudo de su voz, casi barítono, les refresco la memoria. Un silencio fuerte dominó. Ella los miró incrédula, se subió sobre un taburete, chasqueó los dedos y con la típica picardía gritó: ¡Soy An-to-ni-a, la nueva profe matemáticas!, en ese momento pasó de todo: Herminia y Ester hicieron cara de espanto, otros sonrieron, a Gustavo se le aguaron los ojos, unos profesores se miraron entre sí sin entender ni pío, y la rectora, que de suerte estaba ahí, se desmayó; incluso, la cacatúa estiró la pata; una algarabía estalló entre las cuatro paredes. Antonia se mordió la lengua ante esta travesura y, saltando del taburete, con sombrero en mano fue a socorrer a su tía Dionisia, rectora de la escuelita.

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2 comentarios

  1. 1. Paola dice:

    Hola,soy una de tus comentaristas, si te quieres vengar, el mio es el 106

    Escrito el 29 enero 2015 a las 12:11
  2. 2. Luis Ponce dice:

    Bien, para traviesas así. Me gusta. Odio el personaje por eso me sacado de casillas el leerte. Te felicito. Habría que pulir en algo la redacción, pero eso es cuestión de la práctica. Las ideas que son las difíciles de conseguir están en tu cerebro. Sigue por ahí, te estaré leyendo.
    Luis Ponce

    Escrito el 2 febrero 2015 a las 21:20

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