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Bulimia - por Sole Gonzalez

Web: http://noseassegismundo.com

“No eres tu, soy yo. No te merezco”.

Con el teléfono aún aferrado en su mano crispada, dejó que estas últimas palabras se abrieran paso trabajosamente en su cerebro. Sintiendo el dolor recorrer su cuerpo como un calambre, acarició la cabeza de la pareja de agapornis que seguían besándose como si nada hubiera sucedido. Como si no oyeran el estruendo del castillo de naipes derrumbándose a su alrededor, como si no sintieran la tensión de sus dedos. Cerró lentamente la jaula, sintiéndose repentinamente violenta por el desordenado amor de aquella pareja inseparable.

Por más que la ruptura fuera esperada, anticipada, incluso deseada en cierta medida por su racional cerebro, le resultó inevitable sentir como un insulto que el final viniera sellado por aquella frase tan manoseada. Se sentó en el sofá, estirando la falda con esmero, y colocó el teléfono exactamente en la esquina a su derecha. Su mirada vagó por la estantería que estaba situada frente a ella y que debía haber estado libre de recuerdos o fotografías. Allí, entre unos cuantos libros ordenados alfabéticamente por autores, vió el sombrero panamá que él trajo consigo en su penúltima visita. Recordó su sonrisa cuando le pidió que lo conservara entre sus pertenencias. “Como en la canción de Marvin Gaye” le dijo “wherever I lay my hat, that’s my home”. “Hipócrita”, pensó Elsa, “ambos sabíamos que ya no quedaba nada, y sin embargo insistías en sostener algo que tus ojos y tus actos desmentían”.

La ira contenida en ese pensamiento la sacudió. Con el sombrero en una mano y el teléfono móvil en la otra se dirigió al ordenador. Conectó el teléfono y descargó todos los sms que habían intercambiado. Accedió a su cuenta de correo electrónico y abrió la carpeta que, como siempre, tenía por nombre las iniciales de aquel hombre: “mmc”, y que contenía todos los correos enviados por él, y también sus propias respuestas. Abrió otra carpeta en el archivo de imágenes con el mismo nombre. Durante varias horas se dedicó a copiar y pegar todos los textos ordenados cronológicamente en un único documento. Releyendo aquellas palabras se dejó arrastrar a una vorágine de sentimientos revividos, con el ansia de una bulímica frente a la despensa llena, devorandolos. El vacío en el estómago con la primera señal de conexión emocional, las noches de insomnio soñando con las caricias que pronto llegarían, el hambre voraz en su primer encuentro físico, las horas infinitas en una cama siempre revuelta, la pérdida de control sobre sus respuestas, la adrenalina durante los encuentros en lugares públicos, a riesgo de ser descubiertos, los viajes no planeados. Y luego, el comienzo del fin. La percepción de su distanciamiento, la decepción de los mensajes sin respuesta, el llanto de impotencia ante la certeza de aquello que se escurría entre sus dedos sin poder retenerlo. Y la amargura de que lo que un día pareció especial, terminara con una frase tan sobada. Como siempre, había cedido el control voluntariamente en todas las etapas.

Finalizó el repaso sin resuello, sudorosa, despeinada, con el rostro congestionado por el llanto y agotada. La vuelta a la realidad trajo consigo la conocida vergüenza y la necesidad de librarse de aquella carga de emoción consumida sin restricciones, sin medida y sin orden. Ansiosa por sentirse limpia, se apresuró a ducharse frotando la piel y el cuero cabelludo con saña, se peinó el pelo dejándolo perfectamente liso y se envolvió en su bata de seda.

Sentada de nuevo ante el ordenador, justificó el formato del documento, comprobó el tamaño y tipo de letra y finalmente imprimió las 36 páginas resultantes en alta calidad. Grabó en un cd las fotografías y lo etiquetó “fotografías mmc”. Borró todos los archivos. Del fondo del armario extrajo una de una serie de cajas, todas idénticas. Introdujo en ella el documento dentro de una funda de plástico, el cd con las fotografías y el sombrero. Rotuló la caja por uno de sus laterales con letras de molde “MMC”. Abrió el armario de madera oscura que se hallaba en una esquina de su habitación y buscó entre los estantes el lugar en que aquella caja debía ir colocada por orden alfabético. Tuvo que mover 9 cajas para hacerle espacio, y lo hizo con la calma que le daba retomar el control. Sabía que aquella caja no volvería a salir de su estante nunca. Como tampoco lo harían ninguna de las demás ni las que vendrían en el futuro.

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