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Alambre - por Ariel Grampus

A través de mis gafas de plástico veo mi teléfono móvil, apenas un pequeño rectángulo negro a tres metros bajo mis pies. Las gafas resistentes a impactos moderados son un equipo de protección individual obligatorio en esta obra, el teléfono en cambio nunca debería haber entrado conmigo en la jaula. Sobre mi hombro derecho llega la voz impaciente de Emil.

– ¿Está correcta la armadura? ¿Hay que cambiar algo? – pregunta con sus tenazas en la mano, e incluso distraído como estoy vuelve a sorprenderme lo bueno que es su inglés para alguien que llegó de Rumanía hace menos de dos años. – Faltan dos cercos, pero eso ya lo hablamos y te pareció bien, ¿te acuerdas?

El hormigón está pedido para esta noche, y todavía quedan varias horas de trabajo cerrando el encofrado, colocando el apuntalamiento e instalando las válvulas para el bombeo. Todo ello partiendo desde el momento en que el ingeniero dé el visto bueno al enorme esqueleto de acero corrugado. Pero el ingeniero, desde el mismo corazón de ese enorme esqueleto de acero corrugado, ya no está revisando si las barras están en la posición y número correctos, ya no comprueba solapes con su cinta métrica. Piensa, pienso, que ojalá fuese la cinta métrica en lugar del teléfono lo que ahora reposara sobre la inaccesible superficie de hormigón cubierta de pequeños trozos de alambre, en el fondo de un espacio que en unas horas será un gigantesco monolito. Me entretengo en el pasatiempo inútil de contar cuántas barras debería desatar y desplazar la cuadrilla de Emil para darme acceso al fondo de la jaula. Casi todas, claro.

– El recubrimiento debajo lo tienes de sobra. Mira los separadores. – Emil no ha visto caer mi teléfono y se pregunta qué gravísimo error he detectado en su trabajo para estar mirando tan serio y tanto tiempo el fondo de la armadura.

Inmerso en un laberinto del que conozco cada detalle, mi inteligencia es para mis remordimientos como el de por sí débil alambre que mantiene unida esta maraña de barras acero tintadas de óxido. Se me ocurre que, si hubiese pedido una calculadora de mano a administración, no habría necesitado usar mi teléfono para dividir la longitud de la pieza entre la separación de las barras. O si me hubiese quitado uno de los guantes mi habilidad habría sido quizás suficiente para que el móvil regresase a mi bolsillo. Mi cabeza hierve con todas las cosas que dejé de hacer y que podrían haberme evitado perder tan estúpidamente…

Y ya no estoy pensando en el teléfono. Pero estoy dentro del teléfono. Inicio, galería, cámara. Estoy en una terraza de La Malvarossa sosteniendo con fuerza una mano suave y fría, despeinado por el levante y sonriendo. Estoy disfrazado de Sherlock Holmes en los carnavales de Pego, y mi Watson luce un bigote desproporcionado que no oculta que es una mujer, y también sonrío. Hay muchas sonrisas de genuina felicidad en muchos lugares y, al final de todas, como un gazapo mal escondido, una que es una mueca grotesca y que me duele recordar. El hombre sonriente aparece en un pub de Londres rodeado por un grupo de gente joven y ebria que sonríe también, y saluda a la antigua quitándose el sombrero e inclinando su cabeza hacia adelante, solo que el sombrero es un casco de obra con su nombre y el título de ingeniero de obras. Ella ya no está en esta fotografía porque la fotografía era para ella, enviada desde muy lejos.

– Está perfecta, Emil. – y el paciente ferrallista de Cluj comienza a cerrar el acceso a la jaula tras de mí. – Buen trabajo.

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