Cookie MonsterEsta web utiliza cookies. Si sigues navegando, entendemos que aceptas las condiciones de uso.

Do you speak english?

¿If you prefer, you can visit the Literautas site in english?

Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

<< Volver a la lista de textos

El solitario señor Legardier - por Carlos Rosae

Si exceptuamos los furtivos avistamientos desde la mirilla de nuestras puertas, es curioso lo poco que conocemos a nuestros vecinos quienes vivimos en un bloque de viviendas.

Aquella mañana de agosto las teclas de la máquina de escribir parecían fundirse bajo las yemas de mis dedos mientras varias gotas de sudor huían del calor de mi frente. Tras un descanso de algo más de media hora, por fin había cogido ritmo para terminar aquella maldita historia que tanto trabajo me estaba dando. Súbitamente, un vendabal entró por la ventana provocando un estruendo cuando algo se estrelló con la mesilla de noche, derribando la lámpara y todas las fotografías. Me levanté como un rayo mientras toda mi concentración volvía a esfumarse por enésima vez.

Detrás de la lámpara asomaban dos patas de piel rugosa. Un loro de plumas grisáceas y de aspecto simpático parecía divertirse picoteando la foto de las vacaciones, que se había salido del marco. Probablemente, en un descuido, sus dueños se hubieran dejado la jaula abierta y el animal aprovechó la ocasión para salir a conocer mundo. Me asomé a la ventana pero no había nadie que estuviera lamentándose por la fuga del animalito y eran demasiadas las ventanas abiertas como para adivinar cuál era la de sus dueños. Cerre la ventana de la habitación. El loro parecía feliz haciendo "confetti" con mis recuerdos. Pensé en cogerlo con ayuda de un viejo sombrero pero no sabía donde dejarlo después.

Mi esposa había salido a tomar café con una de sus amigas. Por aquel entonces no teníamos teléfono en casa y todavía quedaba bastante tiempo para que los teléfonos móviles fueran algo al alcance del común de los mortales y no una especie de ladrillos tecnológicos reservados a cuatro esnobs que juegan al golf con sus carísimos palos. Quizás algún vecino me dejara utilizar su teléfono. Tenía que llamar a la protectora para que pasaran a recoger al animal, no podía quedármelo.

Salí al rellano de la escalera y, de forma instintiva, llamé al timbre de la puerta de enfrente. Cuando el timbre sonó me percaté de que había llamado a la puerta del vecino más extraño que tenía. El señor Legardier era un hombre mayor, ataviado siempre con un sombrero gris de otro tiempo, una pipa de maiz y un elegante bastón más ornamental que funcional. Por suerte no hubo respuesta, quizás no estaba en casa. Cuando estaba girándome para llamar a otra puerta, escuché el sonido de la llave y del pestillo corredero. Maldición, allí estaba el anciano con su habitual cara de vinagre. Tras preguntarme qué deseaba le pregunté si tenia teléfono, a lo que me respondió con una afirmación.

Nunca pensé que su casa fuera así, quizás me había dejado llevar por las tétricas historias que inventaban los niños del barrio. Era una casa muy acogedora, llena de cuadros, fotografias y recuerdos de muchos lugares. Me detuve observando una vieja fotografía, tomada probablemente en algún lugar de África, en la que un joven de aspecto familiar posaba junto a su guapísima esposa. Había otras tantas de los más exóticos lugares del planeta: la India, Australia, Perú… El carraspeo del anciano indicándome dónde tenía el teléfono me devolvió a la realidad.

El teléfono estaba cubierto por una capa de polvo más que considerable, contrastando con la pulcritud del resto del mobiliario. Cuando le pregunté si funcionaba su semblante dejó de ser de piedra y cabizbajo me confesó que no lo había utilizado en años porque ya nadie le llamaba ni él tenía a quien llamar. Tras consultar el listín, levanté el auricular marcando el número de la protectora. Cuando sonó el segundo tono mis ojos se posaron sobre el objeto situado al otro lado del salón, junto a las cortinas. Era una jaula, con una percha a su lado y parecía llevar vacía mucho tiempo. Colgué el teléfono y salí disparado de vuelta a mi casa, regresando un minuto después con un sombrero entre mis manos. Desconcertado, el anciano me preguntó si estaba bien. Levanté el sombrero dejando al descubierto al animal, que voló hasta la percha que a partir de aquel día sería su hogar durante muchos años. Fue la primera vez que vi sonreir a Legardier y, gracias a aquel pequeño animal, forjamos una gran amistad hasta el dia en que el anciano emprendió el mayor viaje que había realizado, para reunirse con su esposa.

¿Te ha gustado esta entrada? Recibe en tu correo los nuevos comentarios que se publiquen.

1 comentario

  1. 1. Paola dice:

    Hola, soy una de tus comentaristas, la que te dice que deberían darte alguna palabra más,si tienes tiempo y te quieres pasar, el mio es el 106

    Escrito el 29 enero 2015 a las 12:08

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.