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La ruptura - por Cristian Lars

Fui al circo recomendado por un paciente apreciado al que trataba desde hacía meses. Sé que por entonces Rocío seguía a mi lado. Lo sé porque fue ella quien me acompañó al circo y porque a raíz de ese acontecimiento las cosas empezaron a cambiar. También sé que yo había dejado de ser yo. Se diría que de aquellos días, y no es poco, el recuerdo más nítido que guardo corresponde al sonido de la lluvia y la imagen de unas cuantas nubes multiplicadas en el cielo gris.
Era una compañía italiana, fundada por cuatro hermanos en los años sesenta, que, al parecer, había vuelto al mundo del espectáculo tras veinte años de retiro obligado. Esta era la razón, me aseguró el paciente –prefiero no revelar su nombre-, por la cual no había demasiadas referencias que desvelaran u ofrecieran una idea más o menos general de su número. Los pocos carteles que se encontraban por la calle tampoco presentaban ninguna aclaración, tan solo el contorno de una cara o careta blanca que amenazaba con salirse del dibujo y echar a correr y un número de teléfono, en la esquina inferior derecha, que efectivamente revelaba su origen italiano.
La carpa, una estructura modesta que apenas podría cubrir un campo de baloncesto estándar, se extendía sobre un lote de césped junto al aparcamiento del supermercado, a las afueras del pueblo, a cuyo alrededor se desplegaban como naves espaciales tres caravanas y dos furgones, ambos muy maltratados, que guardaban el cometido de campamento móvil. Pese a acudir el día de apertura, que yo preveía atestado, la cantidad de público que se sucedía ante la taquilla no era ni mucho menos abundante. Conté, a lo sumo, diez o quince personas. Más extraño fue, qué duda cabe, no encontrar entre los presentes ni un solo niño, como si el espectáculo que estábamos a punto de presenciar dentro de aquella lona anaranjada estuviera dirigido única y exclusivamente a ese sector de la población para quien la infancia se pierde ya por los pasillos más oscuros de la memoria y el presente es tanto o más misterioso. Tuve la certeza de encontrarme ante algo demencial y a punto estuve de volver sobre mis pasos, lo que Rocío hubiese agradecido, pero el rumor la lluvia repicando en lo que parecía ser una superficie metálica borró de un plumazo mis intenciones.
Una jaula vacía, alumbrada por cuatro grandes focos dispuestos en las partes altas de la tienda, dominaba el centro del escenario. Pensé que tal vez un domador se metería dentro con un león de doscientos veinte kilos. Sobre la jaula, a dos metros de distancia, colgaban tres cuerdas de esparto que se balanceaban pausadamente. Miré a mi alrededor. Apenas dos decenas de ojos se recortaban en una oscuridad plena y escrutaban las posibilidades que ofrecía una jaula que, a primera vista, parecía casi ficticia. En esa intriga estábamos cuando apareció de la negrura una silueta menuda, como de niño frágil, enfundada en unos ropajes anticuados y portando un sombrero igual de opaco que la atmósfera reinante. Sólo cuando hubo entrado en el perímetro iluminado por los focos pudimos comprobar que no se trataba de un niño sino todo lo contrario, aquella figura resultaba ser un pigmeo de edad avanzada que, tras mirar hacia el público, entraba por una pequeña abertura al interior de la jaula y se sentaba en el suelo con la espalda apoyada en los barrotes posteriores. Justo en ese instante caí en la cuenta de todo lo que veían mis ojos conformaba una enorme broma pesada. Me dije a mí mismo que mi relación con Rocío y mi trabajo eran parte de esa broma. Yo mismo, acaso, era la broma. El pigmeo, su cara rugosa reverberando en la luz, no parecía estar por la labor de acabar con su mutismo. Quise huir, pero algo que no terminé de identificar me lo impidió. Sólo el movimiento pendular de las cuerdas de esparto rompía el silencio infinito que imperaba el lugar. Creo que fue entonces cuando empezó todo.
Ayer di con un puñado de fotos de mi graduación. Estaban en el interior de una vieja caja precintada cuya existencia había pasado por alto. Sin duda era yo, aunque no fue fácil reconocerme, cuarenta años antes y con una vida entera por delante. A mi lado, en alguna de las fotos, estaba Rocío, con una gran sonrisa en la boca, sosteniendo orgullosamente el título y mirando fijamente al objetivo de la cámara. No hay final, me dije.

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1 comentario

  1. 1. Chiripa dice:

    Cristian,
    Con bellas metáforas, excelente narrativa y ortografía nos has regalado un drama de vida, que es más común de lo podría creerse.
    ¡Enhorabuena! Me gustará seguir leyéndote.

    Te invito a visitar y comentar mi relato @
    https://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-22/2509

    Escrito el 6 febrero 2015 a las 16:47

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