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El radiocasete - por Jesús

Web: http://deliriodeforme.blogspot.com.es

La anciana no sabía qué era ese extraño aparato que le estaba mostrando su hija. Entró en su casa una tarde soleada con un bolso enorme y de su interior sacó un radiocasete. Aurelia hizo como si fuera algo cotidiano en su vida o como si no se hubiera dado cuenta. Ofreció a Cándida un vaso de leche caliente con dos cucharadas de azúcar y se sentó secándose las manos en el mandil.
− Escucha esto, presta atención –advirtió su hija y pulsó un botón.
Aurelia pareció distinguir, provenientes de los agujeros de esa caja de metal, el piar atolondrado de unos canarios y después la voz aguda de su hija. Miró sus labios, intentando descubrir el truco de ventrílocuo de feria que provocaba esa burla.
− ¿Sabes qué es esto? –le preguntó señalando con la cabeza el radiocasete con una especie de sonrisa condescendiente.
Aurelia no contestó y se recolocó el moño que aprisionaba sus blancos cabellos. De repente, brotó la voz de Higinio. Cuatro años hacía que no la escuchaba. Pensó que era una cosa de brujería, pero no dijo nada. Únicamente se santiguó y la mirada se le dislocó hacia la percha, donde aún se encontraba el sombrero que su difunto marido había llevado más de cuarenta años, un sombrero de patriarca ya grisáceo de ala corta.
− No me había atrevido a enseñarte esto antes. Pocos días después de grabarlo papá se murió. Había tenido guardada la cinta desde entonces. Hasta la había olvidado.
Aurelia volvió a mirar ese extraño aparato. Cándida giró una rueda en la parte superior y la voz de Higinio se escuchó más fuerte.
− Yo le preguntaba cosas, tonterías la mayoría, para animarlo a hablar. Él no sabía que lo estaba grabando. No llegó a oírlo nunca.
− Siempre fue de pocas palabras.
− Pero ese día habló mucho. Cuando os llamaba por teléfono él apenas decía cuatro cosas. Pero ese día, estaba muy comunicativo.
Aurelia sonrió y sacó un pañuelo beis arrugado de la manga. Se sonó la nariz sin fuerza y se secó los ojos.
La voz de Higinio se roturó en una tos seca, continuada. Cándida pulsó un botón y el silencio volvió a adueñarse de la casa, que finalmente fue abolido por el cloquear de unas gallinas díscolas en el patio.
− Si quieres, puedo dejarte el aparato y la cinta, y podrás escucharlo las veces que quieras.
La madre osciló la cabeza sin apartar la vista del radiocasete.
− Es muy fácil de manejar. Con este botón lo paras, con éste vas hacia atrás, y con este otro lo pones de nuevo –explicó Cándida-. Pero cuidado con darle a este rojo, lo borrarías.
Aurelia asintió. Su hija rebobinó la cinta y pulsó el botón de play. De nuevo, volvieron a surgir los pájaros, y la voz ronca de Higinio. Aurelia acercó resueltamente el dedo y pulsó el botón rojo.
− ¡No, mamá! ¿Por qué?
− Esto no me hace falta para acordarme de mi marido, con esa tos de muerte, atrapado en esta jaula de palabras que me has traído hoy. Aún tengo su sombrero en la percha, el armario con su ropa y otras muchas cosas en los cajones de la cómoda, que huelen a vivo.
Cándida volvió a meter el radiocasete en el bolso donde lo había traído. La noche había ido deslizándose en el cuarto, difuminando sus rostros.
− ¿Me pones otro vaso de leche, mamá? También caliente, pero con menos azúcar.

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1 comentario

  1. 1. Adella Brac dice:

    Un relato redondo.
    ¡Buen trabajo! 🙂

    Escrito el 4 febrero 2015 a las 07:57

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