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Ya son cuatro. - por Lena

Soltó el pomo de la puerta y como cada mañana hacía antes de salir de casa se volvió para mirarse en el espejo del recibidor, se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja y cogió las llaves del cenicero blanco y amarillo que tenía grabado en letras negras “Recuerdo de Puerto Banús”. No le gustaban mucho ese tipo de cacharros pero ese en especial era un regalo de su abuela, aquella mujer que le inculcó su amor por los animales, quizá esa fuera una razón por la que aún no lo había guardado en un cajón.

– Buenos días, señor Francisco. – Saludó a su vecino de enfrente, un hombre que siempre iba con un sombrero estilo de los años 50 y con el periódico del día anterior doblado debajo del brazo izquierdo. El periódico estaba doblado de tal manera que se podía leer el titular de la noticia de primera plana: “Ya son tres los felinos desaparecidos en los últim…” No se leía más de la noticia, algo a lo Nuria tampoco presto atención pues ya llegaba tarde.
– Hola, chiquita. Que pases un buen día. – respondió a la misma vez que con la mano derecha levantaba su sombrero unos centímetros por encima de su coronilla.

A pesar de hacer calor el día estaba nublado pues la noche anterior la había pasado lloviendo. No le gustaba la lluvia pero en un ambiente tan seco, que de vez en cuando se dejara caer alguna gota se agradecía.

Una vez en la calle, una Marta puntual ya la esperaba en la puerta de la clínica. Marta era una antigua amiga y además su ayudante en la clínica veterinaria, aunque más que ayudarla se dedicaba a malcriar a los animales que por allí pasaban.

– Pensaba que no llegabas.
– Tranquila que ya estoy aquí, solo han sido 5 minutos– dijo a la vez que le lanzaba las llaves a su amiga para que abriera.
– Un vecino acaba de decirme que esta madrugada se oían los perros ladrar. ¿Cree que tenían miedo de la lluvia? ¿No te parece raro?

Nuria que iba entrando a la clínica detrás de Marta, se quedó mirando las huellas de unos zapatos que se habían marcado en el suelo. Se sorprendió porque todas las noches antes de cerrar la clínica limpiaba y ella siempre era la última en salir. Además, cerraron antes de que empezara a llover. Las huellas eran de barro, barro seco.

– ¿Has.. has visto estás marcas?
– Si, parecen de… ¿barro? ¿Volviste anoche después de cerrar?
– No, además, mira – dijo mientras colocaba su pie sobre la huella. – Es mucho más grande que mi pie.
– ¡Los animales! – La clínica no era muy grande, contaba con una pequeña recepción que también hacia de sala de espera. En ella había un mostrador con un ordenador, una estantería con productos para animales y unas cuantas sillas junto a una mesa auxiliar que siempre tenía alguna revista sobre mascotas.

En la sala había una puerta que era la consulta, donde Nuria trataba a los animales y la sala contigua contaba con unas jaulas para los que a veces tenían que quedarse en observación. Cada jaula contaba con un comedero, un recipiente para el agua y unas hojas de periódico. Frente a las jaulas un par de estanterías con varios sacos de comida y un fregadero. A parte de eso la clínica contaba con pocos habitáculos más.

Pasados unos minutos, Marta se puso a gritar:

– Nuria… ¡Nuria!
– ¿Qué ocurre? – se acercó preocupada.
– Falta un gato… El gato que trajeron ayer.
-¿Cómo que falta?

Nuria recordaba perfectamente el gato del que hablaba Marta. Un angora turco de color blanco sedoso. Se veía bello y elegante. Además llevaba un collar con unos brillantitos pequeños y una plaquita con un par de números grabados, algo que llamó la atención de Nuria. Al principio la dueña estuvo un poco recelosa en cuanto dejar al felino una noche allí, pero terminó por aceptar.

– Que no está, y lo más raro es que la jaula está cerrada. Cerrada pero vacía.
– Eso es imposible. ¿Dónde esta el teléfono? – dijo recordando a duras penas el titular del periódico. – Hay que llamar a la policía.

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