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LA MALDICION - por M T Andrade

Ubicada unos cuatro kilómetros al oeste de la ciudad y extendida por algunos cientos de hectáreas, está la tierra de los malditos. Solo ellos, sus cuidadores, que son como ellos, y los perros salvajes, son capaces de permanecer en ese sitio.

Desde la ruta se diría que se trata del acceso a una enorme mansión antigua, que en un tiempo supo ser bonito y trabajado, con un gran portal y un muro exterior.

Desde el aire se observan bien delineados caminos internos y edificaciones lejanas que abarcan casi todo el predio, salvo al norte donde se aprecia una zona indefinida. Como un campo más.
Pero el norte es un laberinto tridimensional de pajonales y chircas más altas que un hombre, y escondidas e invisibles zanjas profundas que siguen los caminos del agua.

Tirados sobre el piso o deambulando por los malgastados caminos o internándose en las ruinosas edificaciones, vistos por nadie, absortos, escuchando sus propias voces interiores, sus habitantes se acercan esporádicamente hacia las clínicas para recibir un plato con agua sucia y un pedazo de pan. Aunque no todos están así, hay algunos que ayudan con ciertas tareas.

Cada tanto alguno de ellos desaparece, para que nadie vuelva a verlo y para que nadie lo note.

El predio desde hace mucho tiempo comenzó a albergar perros vagabundos, mascotas desechables, que se multiplicaron y se fueron transformando en jaurías salvajes. Había tantos perros como hectáreas tenía el predio.

Muchos son mordidos, el año anterior uno de ellos fue castrado por estas alimañas, pero ahora, otro fue literalmente devorado por los perros. Por varios días resonaron los gritos del anciano asesinado, se dice que antes de caer definitivamente, levantó la mano por última vez y gritó maldición, maldición, maldición. Sus palabras fueron repetidas por los que veían la escena. Fue un grito distinto, no la palabra maldición utilizada por ellos normalmente para quejarse de su suerte. Fue un deseo de venganza sobre los que no lo asistieron. Estas palabras fueron repetidas lentamente por los enfermos cercanos y luego se fueron extendiendo por todo el predio, poco a poco fueron pronunciadas en voz baja por algunos, más fuerte por otros. Los propios enfermeros, de alguna manera, asimilados e ellos, también repitieron la maldición.

Pero transcurridos los momentos de excitación, de gritos, luego casi al unísono todos callaron y volvieron a la lúgubre quietud donde no se apreciaban movimientos, solo se olían tristezas.

Los días siguientes, los malditos vieron llegar mucha gente en busca de perros. Fueron los mismos que generaron las jaurías de perros asesinos. Aunque los animales no son asesinos pues no tienen libre albedrio, ¿quiénes son entonces los verdaderos asesinos? La prensa se ocupó mucho del traslado de los perros. También colaboraron las respectivas sociedades protectoras. Casi no se habló de ellos.
Continuaron siendo invisibles para la sociedad. Para los del lugar, continuaron con su vida, si así podía llamársele. Morirían ahí, aunque no deseaban la muerte.

Algún enfermero se les acercó. En un credo interno, tenían prohibido dejar escapar un gesto amable, si esto sucedía, todos pedirían un gesto similar. Eso era imposible. Las túnicas desprolijas y sucias, el hablar a gritos, reprendiendo, insultando y maldiciendo, era lo que los diferenciaba de los malditos.

Juan, casi completamente desnudo a pesar del frío, que para él no existía, con su cara deformada, tez marrón grisácea, con sus muy ancianos cincuenta años, empujó y gritó a los que estaban cerca. Tenía un antiguo caño galvanizado de agua, hoy muy herrumbrado, atravesó dos pabellones y se dirigió al tercero. Los otros, a su alrededor, lo siguieron, tomando lo que encontraron a su paso, un palo, un trozo de banco, un pestillo, un plato roto. El caminar fue lento y cansino, lleno de reproches inexpresivos e ininteligibles.

Al verlos llegar Olga, con su pelo largo, canoso y enmarañado, que se encontraba cantando y llorando al mismo tiempo, corrió. Alcanzó a recibir algún golpe pero logró huir hacia el norte, hasta un punto donde no la siguieron.

En esta oportunidad el alboroto fue tal que hubo que volver a hacer la denuncia. Al día siguiente la policía terminó la búsqueda cuando una enfermera dijo que la habían trasladado. Varios días después se encontró su cuerpo descompuesto sobre el límite de esa prohibida zona. Los vecinos denunciaron el horrible olor que sentían al pasar por la calle lateral.

Dos agentes policiales se miraron entre sí y comentaron:
– Y, ya no hay perros.

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1 comentario

  1. 1. grace05 dice:

    Una historia de maldiciones y terror. Bien escrita, de ágil y fluida lectura, además de mantener el suspenso y la tensión. El lector permanece expectante en búsqueda del giro final.
    Muy bueno tu relato!!!
    Te invito a comentar 106

    Escrito el 29 abril 2015 a las 21:17

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