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La maldición - por Neus

Fue a los 5 años cuando oyó hablar por primera vez de la maldición. En aquella ocasión no supo qué significaba, pero ya adivinó que no era nada bueno. Lo hablaban susurrando las mujeres de su familia, por la noche, cuando preparaban sopa en una gran olla que colgaba sobre las ascuas y su abuelo se balanceaba medio dormido en la mecedora. Cuando cumplió los ocho, comprendió lo que suponía. Su madre lloraba y chillaba la palabra al lado de la cama en la que su esposo pasaba sus horas finales. Por culpa de la maldición, él desaparecería de sus vidas para siempre, inhumado en una pequeña parcela cerca del pueblo. La maldición era eso, la que se llevaba las cosas buenas y nos dejaba llorosas y desoladas.

Con los años aprendió que debía ir con cuidado. La familia se hallaba bajo una condena, perdida, sola. Pero no debían hablar de la maldición, ya que eso la llamaba. Así se lo explicó su hermana una noche de borrasca, abrazadas en la cama en la que dormían, desveladas por el ruido de la lluvia que resonaba en el bosque que rodeaba la casa y el resplandor de los rayos que iluminaban y daban raras y amenazadoras formas a las cosas inofensivas a la luz del sol. Querría haber sabido más: qué era lo que no se podía decir, qué les pasaría, quién les había maldecido… Pero la réplica a sus demandas siempre era el silencio. Shhh, no se pueda hablar de ella, es peor. Debes saber que es real, recelar de ella y procurar que no llegue nunca. Recuerda a papá.

Pasaron los años y la maldición seguía viva. A su minúscula casa, en las afueras del pequeño pueblo de la sierra, no iba nadie. La niña creció con su hermana y su madre como únicas relaciones. No podían salir, no podían irse, no podían avanzar. La maldición. Nadie lo decía, pero siempre era la maldición. Cualquier cosa podía reavivarla y ya sólo llegarían desgracias.

Ahora la niña cumple 60 años. O eso cree, ya que nunca los han celebrado. Su madre, ya anciana, ronca dormida en la mecedora al lado de las brasas que brillan en la chimenea. Su hermana amasa el pan que comerán mañana. Y ella zurce su capa de lana ya muy delgada de los años que hace que le acompaña. Sabe que aquel será el invierno final para su madre. El frío no le va bien a sus huesos viejos y débiles. ¿Llegará algún día la maldición? ¿Se llevará a su madre? ¿A su hermana? ¿A ella?

Un suspiro de su madre le hace perder el hilo de sus reflexiones. Se yergue, va a verla y sonríe a su hermana al pasar por su lado. Arropa a la anciana, se coloca a su lado, en una pequeña silla de enea, y caldea las manos con el calor que desprenden las brasas.

La maldición. La maldición que ha definido sus vidas. La maldición que las ha hecho como son. La maldición que las ha obligado a permanecer allí encerradas. La maldición que las ha dejado solas. La maldición que no se sabe lo que es, pero de la que se debe recelar. La maldición que se llevó a su padre. La maldición que puede llegar en cualquier segundo.

Una luz ilumina sus ojos y las piezas de rompecabezas se ponen en su lugar. La maldición se le descubre cruda en su presencia. El miedo…, el miedo es lo que las ha maldecido. El miedo a que la maldición llegara a sus vidas. De hecho, la maldición, ya hacía años que las subyugaba.

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2 comentarios

  1. 1. beba dice:

    Hola.
    Muy buena historia. Bien narrada, con lenguaje adecuado y pulcro.El ritmo lento y tenso se adecua al argumento que se va desenvolviendo año a año frenado por la misteriosa maldición.
    Y con una conclusión certera: no hay mayor maldición que el miedo.
    Felicidades
    Hemos coincidido en esta conclusión.

    Escrito el 1 mayo 2015 a las 02:52
  2. 2. Neus dice:

    Muchas gracias, Beba. ¡He leído tu relato y me ha encantado!

    Escrito el 3 mayo 2015 a las 18:09

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