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La Maldición - por Marta

Todas las mañanas, desde hace casi un año, a las once en punto me aplico las gotas oftálmicas. Una rutina sencilla y paliativa de la ceguera irremediable a la que estoy abocado.

Ayer, como muchos otros días, mi nieta me estuvo observando mientras yo, sin ver pero con destreza, dejaba caer el medicamento sobre las pupilas. Aprovechó la pícara para ponerse mis gafas de cristales amarillos; sujetándolas con ambas manos a los lados de la cabeza, miraba y remiraba todo a su alrededor. Curiosa, descubrió los objetos comunes del aseo bajo otra perspectiva, deformada y coloreada como en un sueño.

“Abuelo, ¡estas gafas son mágicas!”, dijo emocionada, mientras no paraba de moverse fascinada con la nueva visión del mundo. “Todo se ve diferente, y por las noches… ¿Qué ves?, ¿puedes ver fantasmas, abuelo?”

Fantasmas, magia, nada de eso existe en mi presente, o quizás si, y lo he obviado. Las preguntas de mi nieta, evocaron un suceso peculiar vivido sesenta años atrás. Un recuerdo de la infancia me cruzó la mente. Me quedé paralizado, rememorando aquel día, reflexionando, mientras la pequeña seguía divirtiéndose a través del alucinante mundo de las lentes amarillas, graduadas para quien desea seguir viendo la realidad solo con los ojos de la cara.

Recordé, con gran precisión y de forma muy vívida, el polvo amarillento del camino posándose sobre mis zapatos, aquel día de agosto, cuando siendo un chaval, volvía de visitar a mi abuela Carmen.

Era el día de la fiesta patronal del pueblo. Ataviado con un traje de paño oscuro, poco adecuado para las temperaturas de la época, lucia orgulloso mi primer pantalón largo. Cuando entré en la casa de la abuela, agradecí el fresco de las estancias de piedra. El sudor, amenazaba con hacerme perder la compostura elegante que pretendía mostrar ente ella.

“Hola, Manolito, sube y dame un abrazo”, me saludó desde la planta de arriba.

Me dejé abrazar y tocar con gusto, dejando que la abuela me palpase cariñosa y descubriese mi nuevo porte trajeado.

“Vaya, vaya, parece que tendré que empezar a llamarte Manuel. Un mozo con pantalón largo ya no es Manolito. ¿De que color es el traje?”, preguntó mientras manoseaba la tela intentando adivinar.

“Es castaño, doña Carmen”, respondió Juana, la asistenta, que acababa de llegar y presenció la escena, “castaño como sus ojos”.

“Seguro que son preciosos, lo sé, aunque no pueda verlos”, respondió mi abuela, “no todo se ve con los ojos”.

Mi abuela, era una mujer serena, sabia, que destilaba seguridad. Ayudaba a la gente a resolver sus problemas, buscando soluciones donde otros no las veían. Sentada en la mecedora, siempre frente a la ventana de su cuarto, con los ojos abiertos, ciegos a la luz, y clarividentes para la vida, recibía visitas de vecinos, amigos y familiares a diario, encantados de verse ante su presencia.

Me encontraba muy contento aquel día cuando abandoné la casa. Iba caminando, estirado y distraído, sintiéndome un hombre con mi puesta de largo. Mas, apenas había recorrido unos metros, cuando de repente, un viento suave y silbante levantó el polvo del camino, me cubrió los zapatos y el traje de una capa amarillenta de tierra seca. Una nube de arenilla me azotó la cara. Clavado en el suelo como una estaca trajeada, atónito por la imprevista nube de polvo, vi pasar volando ante mi, el pajar, el hórreo y la casa de la abuela. Bruscamente, el vientecillo cedió. Se quedó de nuevo el camino silencioso y soleado. Todo estaba en su sitio, como si nada hubiera pasado. Con el corazón paralizado, dudaba de si lo visto durante esos segundos era real o imaginario. Quizás había tenido una visión, o era una señal. Una voz a mi espalda aumentó mi turbación:

“¡Manuel!, dice la doña Carmen que no tengas miedo”, anunció Juana desde la ventana.

Me giré sin pensarlo, y eché a correr hacia la casa de mi abuela impulsado por un extraño presagio. Subí hasta su cuarto saltando los escalones de madera como alma que lleva al diablo. Allí la encontré, sentada, con los ojos abiertos hacia al ventana, con una sonrisa plácida y muerta.

Es la primera vez que reflexiono sobre este suceso después de tanto tiempo. La inocencia de mi nieta despertó el recuerdo de este hecho mágico, maldito o bendito, quien sabe. Lo mantuve oculto dentro de mí, negando la posibilidad de que mi abuela fuese una meiga. Necesité sesenta años para digerirlo y todas las letras del abecedario para contarlo.

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4 comentarios

  1. 1. Carla dice:

    Hola Marta,
    Me ha gustado mucho tu relato, cómo nos vas llevando poco a poco al pasado de la mano de Manuel. Es un relato sencillo pero a la vez mágico, y creo que muy bien contado. Sólo me lío un poco con el momento en el que Juana le dice “¡Manuel!, dice la doña Carmen que no tengas miedo”. Por lo demás, una historia preciosa que me ha traído a mi bisabuela a la memoria por cierto… ¿sería también una meiga?

    Escrito el 30 abril 2015 a las 19:32
  2. 2. beba dice:

    Hola:
    Un hermoso cuento, sencillo y tierno, desde el episodio de la nietita hasta el del abuelo niño. Mucha ternura familiar; mucha serenidad ante los reveses de la vida: ceguera y muerte; y el giro hacia lo mágico en estas instancias.
    Sin fallas; buen manejo del lenguaje y la gramática.
    Felicitaciones.

    Escrito el 30 abril 2015 a las 23:55
  3. 3. grace05 dice:

    Muy bueno tu cuento. Me gustó mucho. Sencillo, conmovedor, tierno. Lográs mantener la atención del lector. Muy bien narrado, Impecable
    ¡FELICITACIONES!!!!!
    Te invito a comentar 106

    Escrito el 3 mayo 2015 a las 22:06
  4. 4. KMarce dice:

    Saludos Marta,

    Linda historia, bien contada, cuidada ortografía, una narrativa que te invitaba a seguir leyendo.

    Me ha gustado mucho la frase final… y todas las letras del abecedario para contarlo.
    Me encanta el adulto mayor, con toda su sabiduría y su humildad, me alegra que contaras esta historia.

    ¡Nos leemos!

    Escrito el 26 mayo 2015 a las 03:22

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