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El Piloncillo - por Prometro

El Piloncillo.

Agarré la costumbre de contar los días uno a uno, como los guardados de frijol en tiempo de secas, en que cada granito se aprecia, y más los últimos. Ahora que que la luna grande se empieza a hacer chiquita, cumplo veinte años, día que señalé para morir.
La Rosa, es más chula que cualquier flor. Para acabar pronto, ninguna flor es más bonita. Yo la vi desde que brotó a la vida, como una planta de maíz tierna que se levanta de la tierra. Siiempre con su olor a tierna, con sus ojos como dos capulines bien negros y brillantes.
Yo no sé bien desde cuando la quiero. Mi mundo comenzó ese día que la conocí, cuando subí al cerro y la vi por primera vez. Muy niña, erechita como ella es, sentada en la piedra por fuera del jacal, viendo para acá como buscando la querencia. Entonces yo era un chiquillo, pero caminé hasta allá arriba porque algo muy fuerte me llamaba.
Ahora, ella casi siempre está allá arriba, poco baja al plano. Cuando viene nos miramos siempre en silencio, sin que lo note la gente, diciéndonos con la mirada que nos queremos. Después de venir a lo que viene, con una última mirada nos decimos adiós por ese día. Se la vive cuidando a su papá que está muy mayor, es el más anciano de por acá. Él ya no oye y está ciego, pero no se acaba de morir, se aferra a la vida como una yerba enclenque con raíces bien resecas engurruñadas a la piedra.
A veces reniego de nuestras costumbres. Eso de que podamos escoger mujer solo hasta antes de cumplir los veinte. Ya después de eso, el Consejo de Mayores dice con quién hay que casarse, aunque uno no lo quiera. No se puede escoger mujer si está cuidando a sus padres: “es obligación del hijo más chico cuidar a sus padres hasta que mueran”. Por eso está arriba y yo acá. Nos miramos muy de vez cuando. Queriéndonos como nos queremos, no podemos decirlo por ser ya mayores. Así son las costumbres, tienen su cosas buenas y sus cosas malas, como eso de tocar al ahuahuetl, lo que en cristiano llaman tambor, cuando alguien se muere, es algo triste pero también bueno porque ayuda al que se muere para agarrar el camino al más allá sin que se pierda.
Su jacal es el de mero arriba del cerro de enfrente, que se llama El Piloncillo porque así parece, puntiagudo y amarillento en el invierno cuando todo se pone cenizo. A mí me gusta mirar para allá todos los días desde temprano, y no porque me gusten tanto los amaneceres que por aquel rumbo siempre salen. La mera vedad es por La Rosa que vive allá. Así como el día comienza con la luz del Sol, mis días empiezan a ser en cuanto diviso su jacal, y solo porque sé que allá está ella, o ¿Por qué, si no?. Este amanecer que estoy por mirar, en que cumplo veinte años, ha de ser el más bonito. Lo que son las cosas: Por última vez voy a mirar por donde está La Rosa en cuanto salga la primera luz y brille el techo del jacal mojado de rocío, como un espejo opaco.
Me podría esperar hasta la última hora de la noche, para aprovechar todo el día, pero no quiero morir en la oscuridad y con las sombras de la Luna. Me voy a morir al rato, en cuanto sienta en mis ojos la luz rebotada en el techo de su jacal, sintiendo que es su manita que desde allá me dice adiós.
Me vine aquí a pasar mi última noche, abajo de este fresno grande que ya estaba antes que nosotros. Cuando eramos niños y jugábamos junto a él, ella me decía que le gustaba por grande y fresco. A mi me agrada este árbol de por sí, pero más porque es su preferido. Lo escogí para colgarme por sus ramas fuertes, pero más porque desde aquí moriré viendo de frente donde ella está.
No sé si los gallos cantan para llamar el día o de puro gusto porque viene, el caso es que está amaneciendo. Ya la luz de la aurora empieza a quebrar la noche y está a punto de alumbrar la techumbre del jacal.
Desde lo alto de El Piloncillo el tum-tum del ahuahuetl suena ronco, rebota por los montes en mil ecos, los tambores comenzaron a sonar.

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