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El amor en tiempos de guerra - por Beranga

Jacinto se fue con el ejercito a Tonalá. Rocío lloró al verlo partir, su corazón temía lo peor. Lo peor no era que Jacinto muriese en batalla, sino que encontrase otro querer. Lo soldados se veían tan guapos con uniforme, marchando al ritmo de los tambores, que cualquier mujer querría uno para su colección.

Pasaron once meses sin tener noticias de los conscriptos. El pueblo estaba triste, no solo sus habitantes; las calles y las casas lloraban la ausencia de sus jóvenes. Extrañaban las molestas risotadas de los enfiestados en la madrugada. Antes, las noches de juerga eran motivo de insultos gritados desde las ventanas; ahora, el silencio estéril les secaba el alma.

Un día de septiembre se escucharon los tambores a lo lejos. Toda la gente salió a las calles a recibir a sus héroes. Rocío estaba en el campo, así que tardó en llegar al pueblo. Los soldados desfilaban tras un grupo de tamborileros que les abrían paso. Jacinto marchaba formado en el tercer pelotón; la vista al frente y el pecho hacia fuera, pero sus ojos buscaban entre la multitud los de su amada. Cuando ella lo vio, sintió que el corazón se le salía. Él cruzó la mirada y la encontró, tan bella y radiante como la recordaba. Al llegar al zócalo, el coronel ordenó romper filas y Rocío corrió a los brazos de Jacinto. Fue un momento mágico, como si se juntaran dos mitades de un todo. Ambos lloraron de felicidad y tardaron mucho tiempo en dejar de abrazarse. Ella le dijo que lo hubiera esperado por siempre y él le pidió que se casaran; con un nudo en la garganta, ella dijo «Sí, claro que sí».

La felicidad colmaba a las familias de los tórtolos mientras organizaban la boda: ¿a qué hora sería la misa?; ¿qué flores adornarían la iglesia?; ¿se comería mole o barbacoa? La madrina de Rocío confeccionaba el vestido de la novia. Los hermanos de Jacinto mandaron a don José, el abarrotero, a comprar buen vino a la ciudad.

El día de la boda, llegó al pueblo un grupo de soldados que se plantaron en la calle principal. Numerosos voceros anunciaron el reclutamiento forzoso de todos los varones menores de cuarenta años. «La patria los necesita» decía el discurso, seguido de «Los traidores serán fusilados», por si alguien trataba de escabullirse. Rocío no lo podía creer, sentía que le robaban la vida; buscó a Jacinto para decirle que se fueran lejos, a donde no hubiera guerras, a donde pudieran ser dichosos. Cuando lo encontró, estaba a las afueras del pueblo, marchando a lado de otros muchos. El coronel gritaba órdenes y todos obedecían. Ella quiso acercarse, pero unos uniformados se lo impidieron. «Deja a tu hombre servir a la patria», le dijeron mientras la tiraban al suelo de un empujón.

Dos años después, Jacinto regresó. Más delgado y con el rostro curtido por el sol, sus ojos buscaron a Rocío mientras marchaban hacía el zócalo. Cuando por fin terminó el ejercicio militar, los amantes se abrazaron durante horas. Ese mismo día fueron a ver al cura para ponerle fecha a la boda. Sería dentro de dos semanas. Nuevamente se planeó el banquete, la música y el baile.

La boda se llevó a cabo con gran algarabía. Los novios salieron de la iglesia y recorrieron la calle principal en una carreta tirada por un caballo blanco precioso. Él con traje de charro y ella con un vestido bordado, bailaron en la fiesta y brindaron con toda la concurrencia.

Llegó al pueblo un correo del ejercito con el caballo reventado. «Traigo un mensaje urgente para el oficial al mando», dijo a quienes lo recibieron. Después de leerlo, el coronel dio la orden y los tambores comenzaron a sonar.

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