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Después de misa - por J.R.

Después de misa
El patíbulo ya estaba casi concluido; en la gran plaza de Santo Domingo, en Murcia, donde los jueves se celebraba el mercado, el maestro carpintero Elías Ortiz y dos de sus ayudantes, le daban los últimos toques. A las doce y media, después de misa mayor, sería ahorcado Jaime “El Barbudo”; un bandolero que con su numerosa partida, asolaba las tierras altas del Altiplano murciano; para muchos era un pobre romántico, pero la realidad es que a sus espaldas tenía numerosos crímenes.
No sin esfuerzo, por fin, preso y juzgado, esperaba su hora. Y yo miraba desde un rincón de dicha plaza, entre interesado y curioso, resguardándome bajo los porches en aquella mañana extrañamente destemplada, de julio de 1824. Sería una de las últimas ejecuciones por ahorcamiento. Tiempo después se impondría el garrote vil.
Me entretenía el ver pasar alguna embozada figura, que al llegar a mi altura, apretaba el paso, y esquivando mi mirada, desaparecía en la primera esquina. Algunas pocas palomas que picoteaban aquí y allá y el martilleo monótono de los carpinteros. Cuando un hombre, como surgido de la nada, se puso a mi lado. Lo miré de reojo, su apariencia me inquietó, tenía unos ojos minúsculos, acuosos y febriles, y una barba negra, de varios días, que le sombreaba el mentón. Se cubría la cabeza con una vieja boina y llevaba un blusón negro, de los que llevan en la huerta, tan viejo y miserable como la boina.
Observábamos los dos, el trabajo en equipo del viejo Elías. Pronto terminaron su tarea y la plaza quedó momentáneamente silenciosa. El cielo azul, poco a poco se fue poblando de unas nubes altas, blancas y transparentes, con unos filamentos largos y delgados como si hubieran sido hechos a brochazos. Poco duró la calma, por las calles adyacentes pronto empezaron a salir gentes que fueron llenando la gran plaza, y en poco tiempo se encontró completamente llena. Personas de toda clase y condición, que en ningún otro evento consentirían en juntarse, aquí los veía totalmente mezcladas y dispuestas a disfrutar del espectáculo.
Y entonces, inesperadamente, dirigiéndose a mí, pero señalando a la masa, mi vecino me susurró al oído:
—Toda esta fiesta me la deben a mí.
—¿Cómo dice? —pregunté, incrédulo.
—Sí. Yo le delaté ante el Corregidor.
—Entonces, ¿cobrarías los tres mil duros de recompensa?
—¡La recompensa me importaba un pijo!, —me contestó con ira.
—Y… ¿por qué lo hiciste?
—Yo hace tiempo que había formado parte de su partida, pero me casé y vivía retirado con mi negocio honrado de bodeguero. Hace poco un antiguo compañero me visitó y me dijo que el jefe necesitaba que por unas noches, le cobijara en mi casa. Planeaba desaparecer por un tiempo; pensaba, desde Cartagena, embarcarse para América; habían puesto precio a su cabeza y ya no se sentía seguro en ningún sitio de la comarca. No me pude negar, le debía amistad y respeto.
A partir de aquí, lo que siguió contando me costó entenderlo; se ahogaba, tartamudeando entre sollozos. “el Barbudo” se había fijado en su mujer, y una noche, de común acuerdo, durante la cena, le hicieron beber más de la cuenta y cuando consideraron que ya estaba completamente borracho, lo dejaron tirado sobre la mesa, y ellos se fueron a la cama.
Nuestro hombre se despertó cuando los efectos del alcohol se le fueron pasando o debido al jolgorio de la pareja, que no se cortaban. Intuyendo lo que pasaba, de un golpe, abrió la puerta de la habitación y allí estaban, desnudos y abrazados, jadeantes, con los ojos brillantes. Se quedó paralizado y sin saber qué hacer; su mujer lo miraba con una bobalicona sonrisa. Pero “el Barbudo”, con el trabuco a mano, reaccionó.
—No ves que estás estorbando. ¡Fuera!
Y si, esta vez, mirándome cara a la cara, me dijo:
—¡Y les cerré la puerta!, de mi propia habitación. Pero eso no podía quedar así. Me vestí y fui rápido a denunciarle. Y aquí estoy, esperando a ver cómo lo ahorcan.
Lo miré, y le dije:
—¿Y por qué no les sacaste las tripas?
—¿A quién?
—A los dos, por supuesto.
—No tuve valor para hacerlo, después de todo, a mi mujer todavía la quiero.
—Lo que no tuviste fueron cojones.
—¿Y dónde está la diferencia?
—Si tú no la ves. —No quise mirarle a los ojos.
Mientras, el reo con vacilante paso subía los escalones del cadalso, la chusma contenía la respiración, los tambores comenzaron a sonar.

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4 comentarios

  1. 1. Wolfdux dice:

    Hola J.R.,

    fui uno de los comentaristas, te hablé sobre el final. (no sabía exactamente que le faltaba)

    Un saludo.

    Escrito el 28 mayo 2015 a las 14:25
  2. 2. ILLARGUIA dice:

    Excelente la incursión en la historia de los bandoleros de la sierra murciana. Muy buena ambientación, el carpintero y la plaza con su mercado de los jueves. Después de misa parece que le da la oportunidad de redención al condenado, y condena al público que satisface con la ejecución sus más bajos instintos. Si te fijas el reo sube las escaleras, mientras los espectadores (la chusma) se entretienen en la historia de la traición, bajan al infierno de sus pasiones.
    Enhorabuena por la historia.

    Escrito el 28 mayo 2015 a las 21:08
  3. 3. Jimmy Conway dice:

    Buenas J.R . ME gustó tu historia. Sinceramente me sorprendió que no fuera el protagonista “El Barbudo” pero al final me encantó como el rencor y la cobardía del otro sujeto toma las riendas de la historia. Muy fiel a lo que solía pasar en la España de aquellos tiempos (y en estos también jeje). Gracias y sigue así 😉

    Escrito el 30 mayo 2015 a las 16:27
  4. 4. Janna30 dice:

    Hola J.R. 🙂
    Muy buen relato ! Los líos amorosos siempre me gustan jejeje!

    El nudo y el desenlace están perfectos. Lo que si se me hizo un largo fue la introducción, creo que puedes eliminar ciertos detalles que pudieran estar redundando.

    La trama está genial, y bien contada. Me gusta le idea que usaste para no alargar el diálogo entre el “cornudo” y el narrador, ideal para no aburrir, y para ocasiones como estas en que tenemos un límite de palabras.

    Saludos y espero te pases por mi relato, es el Nro. 45 😀

    Escrito el 5 junio 2015 a las 15:27

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