Asustada por los tamborileros que hacían bailar a todo el pueblo con movimientos más que extraños, estaba por la segunda oración cuando despertó. Recordaba el sueño en su totalidad: primero el incidente de la plaza y, luego, ser envestida por un vehículo y ver a todo el pueblo bailando a su alrededor celebrando su muerte.
Sudada se incorporó en la cama y terminó de orar con un acostumbrado amén. Nada que temer, todo había sido un sueño. «En paz me acostaré, y así mismo dormiré», se dijo a sí misma.
Durmió en paz el resto de la noche.
A la mañana siguiente se levantó contenta porque había descansado lo suficiente. Desayunó y salió de casa. En la plaza encontró, como acostumbraba, a la regordeta sentada. Con gran similitud al sueño, parecía hipnotizada por las palomas.
—Buen día, Mariela. ¿Y el periódico? —Julia no podía controlar lo que decía, repitió, se preocupó.
—Buenos días… El periódico brilla por su ausencia, quizá en un momento llega —Julia sintió un alivio enorme al no escuchar las mismas palabras que la regordeta había pronunciado en el sueño, pero la sensación de tranquilidad poco le duró—: Oye, ¿ves a ese gato de allá? —preguntó la regordeta.
—Maldita sea, Mariela, no hay ningún gato allí —respondió, igual que el sueño.
Se sintió una mujer repetida o, mejor dicho, una mujer con una vida repetida.
Se levantó con cuidado y sin despedirse de la regordeta caminó hacia su casa viendo a los vecinos para comprobar que no actuaban extraño como en el sueño. Petra era Petra y Lucio era Lucio y no había ningún gato merodeando.
Qué alivio.
Solo tenía que cruzar la esquina y caminar por la acera hasta casa, pero el carro no la dejó. El toc del golpe hizo voltear a los transeúntes: la vieron caer muerta en la acera. Lo último que divisó: a los tamborileros, justo como en su sueño. Uno, dos, tres segundos de silencio y luego… los tambores comenzaron a sonar.