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Las dos caras de un mismo rojo - por Essereio

– ¿Entonces se enamoraron ustedes? –moqueaba el chiquillo mientras hablaba inquieto-.
– Ni por ahí pasamos. Directamente nos fundimos ambos, quedando nuestros cuerpos hechos solo uno a la luz de la luna –qué desinteresadamente lo dijo, como si fuese un recuerdo tirado a la basura hacía ya mucho tiempo, reciclado para fabricar otros nuevos.

El niño jugueteaba con un coche de madera que parecía más todoterreno que otra cosa, recorriendo la cara del viejo, sus piernas raquíticas, las paredes de la estancia, las gachas que habían sobrado y hasta el aire, por el que volaba propulsado por ilusiones infantiles, dejando a su paso una estela de sueños y esperanzas.

– Pero, ¿y el hambre?, ¿no tenían hambre, abuelo?
– El hambre no se da en el amor, hijo. Se sacia uno plenamente con el otro, sorbito a sorbito, de la miel de los labios, tan rojos como rosas –sabiamente miraba a su nieto, levantando una ceja y bajando la otra, en un gesto de escrutinio que intentaba averiguar si el joven Benito comprendía o no la grandeza del asunto-.

Ahora el coche había sido confinado al olvido, y unos soldaditos de plomo le habían sustituido, con sus fusiles en los hombros y el dedo índice en el gatillo acariciando la muerte. << ¡Pium, pium! >>, gritaba el infante huérfano, víctima indirecta de asesinos con uniforme. A sus seis años creía que su padre llevaba dos buscando el trompo de madera que se le había perdido un atardecer y que él, queriendo paliar el llanto de su hijo, había salido a buscar para no regresar.
Paró de repente, con el ceño fruncido, fruto de una reflexión profunda que conducía a una caja vacía de toda lógica.

– ¿De miel? –le apuntó con el fusil de un soldadito-. Uno no puede alimentarse solo de eso.

El hombre de pelo gris y facciones arrugadas se recostó sobre el taburete situado en el centro del patio haciendo un gesto de dolor.

– ¡Oh!, no es la miel que tú conoces, Benito. Yo me refiero al elixir de la vida que brota de los labios sonrosados de la amada, que envolviéndote como pétalos es capaz de mantener el paso del tiempo ajeno a la intimidad de los enamorados –ahora la mirada se tornaba tierna, su espíritu se encontraba ya dentro de la crisálida de la pasión-.

Benito seguía con su soldado. Cada vez se fiaba menos; en realidad no se fiaba ni un pelo. ¿Vivir de miel, entre pétalos, a base de labios sonrosados?, que él supiese lo único que calmaba el hambre eran las gachas, y lo demás eran pamplinas.
Bajó el fusil con que apuntaba al anciano y dejó colgando ambas manos a los costados como un peso muerto. El peto de pana se le abría por un lateral enseñando un churrete en la camiseta blanca de tirantas. Ahora los ojos se volvían azabache y la boca una finísima línea. Ahora aparentaba Benito ser un hombre bien plantado y crecido.

– ¿Y el miedo, y las armas, y el fuego, y el odio? –qué crueles aquellas palabras sostenidas en la boca de un joven inocente-. ¿Eso también lo curaba la miel? –sí, curar, porque todo eso eran heridas, heridas que sangraban toda la vida, que no sanaban. Ahora era él el escrutador, convirtiéndose el anciano en escrutado-.

El hombre pegó la barbilla al pecho y se llevó las manos a los ojos, nostálgico, llorando descarnado.

– Benito, Benito, Benito… fue precisamente ella quien borró todos esos males que me aquejaban. Me ametrallaban el miedo a palizas y ella lo paliaba con caricias; me robaban la libertad apuntándome con armas en la nuca y ella me la devolvía con su frescura; el fuego fiero se acobardaba y huía cuando me bañaba en el azul de sus ojos; y oh, Benito, el odio…el odio no podía odiar en su presencia, se rendía cuando nos veía amarnos cada amanecer hasta consumirnos uno dentro del otro. Ahí, Benito, gané yo mi guerra, mi batalla, y me impuse sobre todo lo demás. Desde que la vi, todo ejército quedó desarmado; ese primer día en el desfile militar, se paró para mí el mundo, perdieron los violentos. Se apagaron las músicas guerreras. Mi corazón parose ante ella ansiando revivir con su melodía; y se me acercó para prendarme aún más; y solo al acercarse volví mis latidos a sentir; y solo de nuevo, en forma de amor, en mí los tambores comenzaron a sonar.

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3 comentarios

  1. 1. R. Andrés Navarro dice:

    Llamen a las autoridades, corrupción de menores. Ya entiendo el +18. Este señor abuelo da un poco de miedo. Y el niño le hace unas preguntas muy raras. Conclusión: son un niño muy poco niño y un viejo muy poco viejo (guiño, guiño). El niño quizás queda un poco forzado como personaje, te recomendaría que lo pulieras un poco y que pareciera un poco menos autista-genio. Claro que más raro que lo que existe por ahí desperdigado en realidad es difícil. Eso sí, el viejo verde medio demenciado me lo creo absolutamente. Y que se marque esos monólogos delante de un niño de 6 años (que, por otra parte, hay que ser mala gente para dejar al nieto creyendo que su padre se ha ido a conseguir una peonza. Es que es peor que lo del padre de Nelson, que se fue a por tabaco)
    Recapitulando, sigue creando personajes extravagantes porque son los mejores; pero ponle un poco más de historia, que en éste no pasa nada.
    Un saludo y mucho ánimo!

    Escrito el 28 mayo 2015 a las 19:27
  2. 2. A Pantaleón dice:

    Hola Essereio:
    He sido uno de loss comentaristas de tu relato. Volverte a felicitar por lo que me parece un magnífico relato. Saludos.

    Escrito el 30 mayo 2015 a las 19:55
  3. 3. Essereio dice:

    A Pantaleón, ¡muchas gracias! R. Andrés Navarro, sé que la caracterización de los personajes es un poco rara, pero soy español y el relato está basado un poco en cómo se queda la gente después de sufrir una guerra (aquí tuvimos la guerra civil). Después de esa experiencia tan atroz los niños no pueden ser tan niños; las circunstancias no se lo permiten. Pero claro, ese marco histórico no lo he reflejado explícitamente en el relato. ¡Intentaré ponerle más historia la próxima vez! Se agradecen las ccríticas, así se va mejorando.
    Un saludo!

    Escrito el 1 junio 2015 a las 12:15

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