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Cuando la lluvia vio llorar... - por Coral Mané

Web: http://lesucrenuage.wordpress.com

El autor/a de este texto es menor de edad

Las gotas de lluvia repicaban contra la ventana mientras yo, en un espejo de cuerpo entero, contemplaba la caída de mi nuevo vestido de satén, color verde botella. Resaltaba mis formas gráciles y armoniosas, hacia destacar mi blanca piel y mis ojos color esmeralda. Mi cabello rizado y negro como la pez, cubría mi espalda.
La modista, que revoloteaba a mi alrededor, prendió un par de alfileres entorno a mi cintura. Estaba adelgazando, mis esfuerzos iban teniendo su recompensa. A través del espejo, vi a mi madre con un gesto de orgullo pintado en la cara.
—Te sienta como un guante. Con un par de arreglillos, subir un poco el bajo y fruncir más las costuras, estarás perfecta para esta noche.
Asentí, satisfecha. Mi madre comenzó a parlotear con la modista mientras, a través de la ventana, yo contemplaba el ir y venir de coches que atravesaban la Gran Vía.
Llamaron a la puerta.
—Señora, tiene una carta —dijo educadamente Dorita, la criada.
Oí el sonido del papel rasgándose.
— ¡Pero qué desfachatez! Quien habrá sido el bromista…
— ¿Qué sucede, madre? —pregunte dócilmente. Doña Eulalia de Castro tendía a llevar las cosas al extremo.
—Míralo tú misma —respondió tendiéndome la carta.
No había tal carta. El sobre estaba vacío.
Un velo de oscuridad cubrió mi mirada y me sentí desvanecer.
—Madre… Creo que no voy a poder ir a la fiesta de Doña Carmen…

En Castilla seguía lloviendo y las gotas se deslizaban por las ventanillas del compartimento de primera clase del tren en el cual viajaba. El paisaje era monótono. Se sucedían kilómetros y kilómetros de campos, con pequeños pueblos que se perdían en la lejanía. Tras tres largas horas de viaje, llegué a mi destino. Salí del vagón, envuelta por la lluvia, el humo del tren y la clase que me caracterizaba.
En la estación busqué algún taxi que me pudiera llevar a mi destino, mas solo encontré un destartalado automóvil, de los tiempos de la Segunda Republica por lo menos.
— ¿Podría usted llevarme a Villafranca de la Fuente? —pregunté al aun más anciano conductor del vehículo. —Le pagaré, no lo dude.
Él me contemplo de pies a cabeza.
—Claro, señorita. Suba usted. Permítame que la ayude con las maletas.
—No se moleste, no llevo —dije subiendo al coche.
Tardamos unos veinte minutos en llegar, en los cuales el único sonido que se oyó fue el de los charcos que salpicaban los bordes del camino a nuestro paso.
El anciano me dejó en la plaza del pueblo. Al instante de bajar me arrepentí de haberme puesto los botines de piel recién importados de París. Abrí mi paraguas y refugiada bajo un sombrero de ala ancha y mi gabardina, me dispuse a resolver el misterio.
Enfilé la calle principal, dejé atrás el ayuntamiento y me adentré en las callejuelas del pueblo. Llegué a mi destino y me planté ante la puerta de la destartalada y diminuta casa de piedra. Llamé a la puerta. Nadie me respondió.
—No hay nadie en la casa, señorita —dijo alguien a mis espaldas. Era la vecina de enfrente, que hablaba desde el zaguán de la casa.
— ¿Sabe dónde puedo encontrar a Isidro?
—Pruebe en el cementerio. Murió anteayer por la noche.
Se me cayó el alma a los pies, mientras las lágrimas amenazaban con rodar por mis mejillas.
—Gracias —susurré, mientras mis pasos se dirigían al antiguo cementerio.

Al llegar, las campanas de la ermita repicaban a muerto y un pequeño corro de personas, rodeaban una tumba reciente. Esperé a que todo el mundo se hubiera ido, salvo una persona. Doña Remedios, su madre.
—Sabia que vendrías, hija —dijo sin volverse, contemplando aun la tumba de su hijo.
— ¿Cómo lo sabía?
—Yo misma te envié la carta. Lo supe todo el tiempo…
Los recuerdos invadieron mi mente…
Una guerra. Dos bandos. Un amor, imposible.
Como él no sabía escribir, me enviaba un sobre vacío, dirigido a mi madre. Cada vez que ella recibía una de esas misteriosas cartas, yo sabía que tenía una cita. A las nueve, en el viejo granero. Solo de ese modo, podíamos vivir nuestro amor. Isidro, pobre hijo de agricultores republicanos. Yo, heredera de los Castro, familia pudiente, adoradora, y adorada; del Generalísimo. Pero un día mi padre decidió que nos mudábamos a Madrid. No tuvimos tiempo para una última cita.
Esta era nuestra última cita.
Y la lluvia vio llorar juntas a dos mujeres, diferentes, opuestas, frente a la tumba del gran amor de sus vidas…

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2 comentarios

  1. 1. ortzaize dice:

    que bonita historia de esas de amor que no se olvidan
    por muchos años.
    todos son guerras fantasmas y muertes. y esta como me siento muy romantica me ha enganchado, y me parece muy bien trazada y a mi como lectora me ha encantado. saludos

    Escrito el 30 octubre 2015 a las 16:43
  2. 2. Frida dice:

    Hola Coral. Me ha gustado muchísimo tu historia. Está muy bien narrada, has cuidado mucho la ortografía y la has hilado tan perfectamente, que en todo momento como lectora he sentido que estaba dentro de la historia, la cual no hacía otra cosa que empujarme hacia adelante, tratando de deborar las palabras. Un relato sencillamente estupendo. Felicidades por tan bella narración.

    Escrito el 4 noviembre 2015 a las 11:50

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