El alba - por M. M. Puig

El alba lo sorprendió sentado en una silla de la cocina, con los codos apoyados sobre la mesa y sujetando la cabeza con ambas manos. Su dedos se enroscaban entre los rizos de su negra cabellera desgreñada y su mirada se mantenía fija en un punto indeterminado del mantel de lino azul.
Sobre la mesa un una botella en la que quedaba apenas el poso de un líquido rojo granate. A su lado un sobre blanco con su nombre garabateado en tinta azul. El sobre estaba vacío. Su contenido se hallaba roto y arrugado en el suelo de la cocina, allá donde el haz de luz del incipiente sol de la mañana alcanzaba llegar.
Apenas una palabras escritas en un papel, esa había sido toda su despedida. No había sido capaz de mirarlo a la cara para decirle que ya no le quería. ¿Así, de repente se deja de querer?, se preguntaba. Tal vez no lo había querido nunca. ¿Que había hecho para ni siquiera merecer una explicación?
Recordó la primera vez que la vio, el día que se conocieron. Había ido a tomar una copa con los compañeros de la oficina a la salida del trabajo. Llovía y el pequeño pub irlandés al que solían ir quedaba un poco lejos, así que decidieron ir a un otro local justo al doblar la esquina.Era una sala grande, decorada en negro y blanco con luces azuladas que se reflejaban en las pequeñas mesas de cristal.
Allí estaba ella junto a la barra, apenas a unos pocos metros, con una amiga. Se había roto el tacón de su zapato que sujetaba en la mano mientras se reían de su mala fortuna. Un mechón de pelo cobrizo cayó sobre su cara. Ella lo apartó sujetándolo entre sus dedos indice y corazón, en un movimiento lento.
No sabía si era ese movimiento el que lo cautivó, su ondulada melena cobriza, su risa tintineante o las luces azuladas reflejadas en sus ojos… No tardaron en presentarse. Después de una copa vino otra, risas, bromas y más risas. Cuando quisieron darse cuenta el local estaba prácticamente vació y el dueño apagaba las luces en clara señal de que era hora de cerrar.
Salieron y seguía lloviendo. Ella bromeó sobre su mala suerte. El se ofreció galantemente a llevarla a su casa. ''¿De verdad no te importa?''. Su sonrisa era entre coqueta y traviesa.
Ella podía convencerlo para que hiciera cualquier cosa con solo su sonrisa. De conseguirle un nuevo trabajo en su oficina cuando perdió el suyo tras un desafortunado altercado con una compañera. Cuando tuvo que terminar de pagar las letras de su coche porque a ella no le alcanzaba su sueldo. Cuando tuvo que dejar de ver a sus amigos después de que la mujer de uno de ellos la acusara de coquetear con su marido.''Delira. Es una neurótica celosa'', decía ella.
Y el la creía. Cualquier cosa que ella dijera era más sagrada que la biblia.
¿Como había podido estar tan ciego? De repente tantas cosas que antes no había visto se le mostraban ahora completamente cristalinas. Detalles, uno tras otro, que no había sido capaz de interpretar, a pesar de haber sido advertido tantas veces.
Su cabeza se hundía entre sus dedos y parecía volverse más y más pequeña. Una voz resonaba en su cerebro. Era la voz de su madre la última vez que se vieron advirtiéndole sobre ella. Nunca más habían vuelto a hablar, a pesar de sus llamadas de teléfono que el nunca respondía.