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Sangre en común - por Abraham Darias

Chirrió la cama cuando Isabel se sentó junto a su madre. Esta guerra –pensó Isabel mientras terminaba de secarle el sudor frío– esta guerra aberra el corazón de los hombres. La mejor cosa que uno puede hacer cuando vive en este mundo es salir de él; a su manera. Una tos seca alertó a Isabel. Cada vez más sangre.

–Debes respirar lento, mamá –dijo Isabel luego de limpiarle los labios y la barbilla.

Ya no eran sus ojos. Perdida por la habitación, la mirada de un cuerpo que se abandona. Hasta la habitación llegaba desde afuera el sonido de viejos motores. Isabel quiso averiguar si se trataba de otro vehículo de los que traía al hospital heridos de la guerra. De nuevo la tos. El fuerte carraspeo casi le provoca vómitos a la enferma, que intentando liberarse de la opresión se tumbó hacia un lado de la cama. Isabel se acercó de nuevo. Chirrió la cama. Entre arcadas vacías Isabel logró distinguir el último mensaje: <<busca al chico>>. Luego, inocentemente, con el suspiro de quien ha encontrado un emotivo sueño, cerró los ojos. La tristeza del mundo agarra a todos los seres como puede, pero los agarra. Isabel le besó la frente.
Hizo un año hasta que Isabel resolvió cumplir su palabra. La ciudad permanecía envuelta en continuos pases de vehículos-ambulancia. Una vez por semana había correo. Desde lejos se escuchaban cañonazos. No hubo noche en silencio. Durante uno de sus insomnios, Isabel hojeó el diario de su madre. Buscó aquella página en particular: un domicilio. Y sin tener algo que contar, escribió al frente del sobre: A/A Gregorio Merino.

–Ese soldado hijo de puta no deja de mirar con deseo a mi mujer –le mascullaba Antonio a Gregorio, camino de vuelta a casa–. Te juro, Gregorio, que si no es la próxima vez que lo pille mirándola así, pronto, te digo, pronto lo mataré. Como si no fuera ya humillante estar obligados a cobijarles en nuestra casa. Ese soldado disfruta de su poder para alterarnos la vida. –Antonio dio de rodillas al suelo. Pedazos de las casas derruidas habían caído aquí y allá. Un campo de minas de ladrillo te hacían besar el suelo al caer.
–No digas más disparates, Antonio –empezó a advertirlo Gregorio–. Tu venganza es inútil. Piensa en qué les ocurrirá a tu mujer e hija cuando se note la ausencia de ese oficial, que no soldado, por muy niño que te parezca –le sugirió–. Mantente al margen.

Herido en combate –aquella bala en el hombro–, Gregorio fue apartado de la guerra. Desde entonces se había dedicado a su cosecha. Al menos a lo que quedaba de ella. Su relación con Antonio era de ésas de pocas palabras; curtidas con los años, una mueca en el rostro decía más de él que cuanto pudiera explicar por sí mismo. Quizás por esto pudo advertir en la exhalación de Antonio –Ffffff le había oído hacer– un rabia ciega.

–Yo lo haré –sentenció.

La mañana en que iba a matar al descarado oficial, Gregorio recibió una carta. No me gusta la correspondencia durante la guerra –pensó para sí–; y menos cuando viene sin arrugar. El sobre estaba vacío. Gregorio se preguntó quién iba a molestarse en enviar, en buen papel, un sobre carente de contenido. Es mujer, sin duda –dedujo por la caligrafía–. Tentado por arrojar el sobre al fuego a punto estuvo de omitir leer el nombre de su remitente: Isabel Merino. Nos pasamos la vida, en este mundo, matando y mintiendo –decía para sí Gregorio–, y a veces a la misma vez. Es más fácil esquivar una bala que escapar al pasado, pues del segundo nadie se libra. ¿Merino? –repitió.
Guardó la dirección en un bolsillo del petate. Revisó el plan una última vez: matar y huir.
Camuflado entre hojas y ramas, Gregorio observaba el baño del oficial en el río. Escogió, paciente, el lugar de mejor tiro: el Kalashnikov encajado entre dos piedras –aquella puta bala en el hombro, maldijo otra vez–. Previo a apretar el gatillo, una amplia bocanada de aire. ¡Ploc!, hizo. Barrido por el estruendo, tiñó de rojo la corriente.
Ampliando distancias al destripamiento, no hizo paradas. Salvarse le basta al sabio.

La calle era igual que una llaga envejecida, con ellos al fondo. Todo por doquier eran ruinas. Gregorio tendió su brazo, el sobre en la mano. <<Quiero saber>>, fue lo que dijo.

–Entra, hermano. Hay un cuaderno que debes leer –sugirió Isabel.

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4 comentarios

  1. 1. Darío Lana dice:

    Hola Abraham.
    Me ha encantado tu relato. Es crudo y muy relista. Has dibujado cada escena al detalle, creando una historia compleja. Además desde el punto de vista formal está muy trabajado.
    Enhorabuena

    Escrito el 1 noviembre 2015 a las 12:17
  2. 2. Abraham Darias dice:

    Muchísimas gracias, compañero Darío, por tus palabras.
    No siempre uno queda conforme con su trabajo, pero leer estas valoraciones eleva el ánimo. Pasaré a visitar tu relato

    Escrito el 2 noviembre 2015 a las 23:57
  3. 3. Manoli VF dice:

    Abraham, no entendí del todo tu relato. ¿A quién mata el soldado? hay una conexión ahí con los personajes que no acaba de estar clara.

    Tienes frases magníficas, y recreas admirablemente la atmósfera de guerra, miseria y dolor. El narrador parece “leer” en el alma de los personajes.

    Creo que te ha faltado espacio para desarrollar la obra con los detalles que se merece y que, sería un honor leer.

    Te invito a pasarte por mi texto: “Carta a Julia ” (191)

    Nos seguimos leyendo. Un saludo.

    Escrito el 4 noviembre 2015 a las 17:41
  4. 4. Abraham Darias dice:

    Hola, Manoli VF.

    Tienes toda la razón: ojalá hubiese tenido más espacio para desarrollar esa parte (o más talento; jeje). El texto no se presenta como me hubiese gustado: antes de hay un amplio espacio que ayuda a comprender. Son momentos distintos; distintos personajes. Diferentes escenas. Te ayuda esto?

    Pasaré con gusto por tu relato.

    Saludos. =)

    Escrito el 11 noviembre 2015 a las 11:31

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