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Dice el labrador al trigo - por Carlos

Me encerré una última vez en el pequeño cuartucho de mantenimiento.

Traté de respirar hondo de aquella oscuridad; templando los nervios, pero el intenso hedor alcalino de los productos de limpieza que guardaban allí abrasó mis irregulares bocanadas, haciendo que casi me ahogara, literalmente, en la preocupación.

Caí de rodillas y me sentí estúpida. Llevaba toda la mañana pululando por allí, recorriendo estancias que no conocía, cargada con aparejos robados y con una ropa que, gracias a la entusiasta dieta a base de buñuelos de canela de la señora Martins, me hacía pliegues como si fuese el payaso tonto del circo ambulante.
¿De verdad todo aquello merecía la pena? Quería aprovecharme de algo que, claramente, había sido un error. Un fallo en una frase. Una palabra mal puesta. Una ley que otorgaba derechos a las "personas", y yo lo era, claro que lo era ¡Qué estúpida! Estaba harta de recordárselo al resto de mujeres.

Durante aquel auto-convencimiento comprendí la parálisis que causa el miedo, atenazando incluso los valores más arraigados, y me sentí mal por todas las mujeres que había menospreciado por su sometimiento, el cual, hasta ese momento, me parecía casi voluntario.
De algún modo me sentí encerrada a oscuras, temerosa, llorando y conteniendo la respiración, día tras día.

Eché la mano al bolsillo; allí seguía. Necesité tocarlo. Me costó abrirme paso entre los sobrantes de tela del uniforme, y pensé en quitármelo y terminar con aquella farsa; ni siquiera se me daba bien limpiar, pero nadie se había percatado de que merodeaba por allí, así que el disfraz me otorgaba una especie de falsa seguridad que quise seguir aprovechando.

La puerta apenas hizo ruido al cerrarse a mis espaldas. Estaba demasiado concentrada en recorrer lo más rápidamente posible el pasillo. El edificio normalmente se utilizaba con museo de la cosecha, y las paredes tenían un color a trigo maduro con claroscuros moteados, fingiendo representar la melancolía que transmite un campo de cereal al atardecer. Sin demasiado éxito, aunque, pálida y descompuesta como iba, debía de parecer el espantapájaros de la escena.

El pasaje se abrió de camino a la salida, formando un pequeño hall. El martilleo de las sienes, cada vez más violento, me impidió ubicar el jolgorio del lugar. Para mí todo fue una maraña de gente sin rostro que iba y venía sobre un fondo marrón dorado que no me permitía concretar, borroso como ahogado en lejía.

—Ju… Julia Arling…ton —Balbuceé con la mirada clavada en la urna.
—¿Cómo? —Su voz grave sonó sorprendentemente neutra.
—Julia Arlington —En ese momento saqué el sobre que guardaba en el bolsillo.
El hombre tapó la obertura de la urna con su mano.
—Lárguese de aquí.
—Julia Arlington —Repetí sin saber qué más podía hacer, mirando de reojo al guardia de la mesa. No pareció que quisiera ayudarme.

El hombre se levantó como un resorte de su asiento, arrastrando violentamente la silla para que todos la oyesen. Me arrancó el sobre de entre los dedos con un violento manotazo. El resto de asistentes comenzó a murmullar cada vez más cerca.
Vi caer la envoltura lentamente, como una hoja a la que le ha llegado su hora en otoño, hasta posarse en el suelo de madera.
—De…, de acuerdo con la… ley de… de… —Lo había ensayado cientos de veces, pero no fui capaz de enarbolar más de tres palabras seguidas. Y mucho menos de levantar la mirada del suelo.

Lo siguiente que recuerdo fue el sobre siendo pisoteado por una turba de furiosos zapatos. Perdí el equilibrio por un empujón y caí al suelo. Nunca me han insultado y golpeado tanto como en aquel momento. El guardia me cubrió con sus brazos, no para protegerme, si no para echarme del edificio. Me arrastró por todo el vestíbulo hasta dejarme caer rodando por las escaleras de la entrada. Escupió al suelo y se perdió entre el caos de energúmenos que me despedían en la puerta.

Noté el sabor metálico de mi sangre en la boca y, ya sin un ápice de dignidad, me arrastré por la arena hasta que dejaron de seguirme e increparme.

Paré en una esquina, llorando de rabia e impotencia, viendo salir a los orgullosos salvajes que me habían zarandeado; hablando con naturalidad del suceso.
—Y no te lo pierdas, el sobre estaba vacío.
—¡No sabría ni cómo hacerlo!
—Y quería votar ¡Qué necia!
— Seguro que ahora vuelve tranquila a sus quehaceres.

No habían entendido nada; nada de nada, y eso me dolió más que todos los golpes que me dieron.

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2 comentarios

  1. 1. Tavi Oyarce dice:

    Carlos:
    Qué suerte pasar por aquí y encontrarme con un relato tan bien estructurado.
    Me gustó tu reacción y el dominio del vocabulario.
    Qué atinada la descripción del personaje: ” con una ropa que, gracias a la entusiasta dieta a base de buñuelos de canela de la señora Martins, me hacía pliegues como si fuese el payaso tonto del circo ambulante.
    Un grito de protesta.
    Algunas comas demás otra que faltan pero no lo ensucian.
    bien conseguido el final.
    Me encantó
    Te felicito

    Escrito el 6 noviembre 2015 a las 01:52
  2. 2. Melisa dice:

    Carlos:

    Me encanta cómo escribís. Me gusta tu vocabulario, tu manera de contar, de describir, de comparar.

    Aún así, confieso que no entendí totalmente la historia. Tal vez lo que escribiste esté relacionado con algún acontencimiento de la vida real que yo desconozco.

    De todas maneras, el relato está tan bien escrito y disfruté tanto de leerlo, que sólo espero volver a leerte pronto.

    Saludos,

    Melisa

    Te invito a pasar por mi relato, el 200:

    http://goo.gl/OJBjhC

    Escrito el 7 noviembre 2015 a las 18:48

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