El último beso - por Borboleta

Aún resuenan en mi cabeza las tenebrosas campanas repicando la muerte de mi amada Aurora. Hace ya 20 años que murió, y con su marcha, pareció llevarse una parte importante de mi alma. Lo único que consuela su ausencia en mi corazón es la dulce mirada y tierna sonrisa de mi preciosa nieta Isabel. Tiene sus mismos ojos, unos ojos de un azul indescriptible, escondidos de mala manera por unas bonitas gafas rosas y ahora la inefable enfermedad vuelve a azotarme desmedidamente, pues mi amada nieta se debate entre la vida y la muerte como si de una peligrosa danza se tratase.

-Papá, anda, vete a descansar. Llevas toda la mañana aquí y no se puede hacer nada.
-¿Para qué? La casa se me cae encima, allí nadie me espera. Solo la soledad. Al menos aquí me acompaña mi nieta.
-Papá, no puede escucharte. Ya escuchaste a los médicos, es un vegetal. Su cerebro no responde a ningún estímulo.
-Te equivocas. Yo sé perfectamente que me escucha. Tu madre vive a través de ella. Tiene sus ojos, ¿A caso no lo ves? ¿Cómo apartar mi vista de ella si es la viva imagen de Aurora? Tu hija vivirá. Y cuando despierte, tendrás que darme la razón.

Terca que es como una mula. Dios, tu que vigilas nuestras almas desde las alturas, llévame junto a mi esposa, yo ya he vivido suficiente, nada me queda aquí. Sólo deseo volver a estar con ella, con la luz de mi vida, con Aurora … llama esta noche a mi alma y envía de vuelta al mundo frágil y perecedero a Isabel. Ella tiene toda la vida por delante y yo la única esperanza que tengo es de volver a ver a mi ángel terrestre.
Pasan las horas, los días, los años … y mi vida se consume en un continuo lamento por perder de manera tan trágica el único sentido de mi existencia. Dicen que los hombres no aman a las mujeres, que sólo quieren poseerlas. Yo como hombre, defiendo a mi género en mi propio nombre, pues jamás nadie ha amado tanto a una mujer como yo he amado y quise morir cuando mi amada murió en mis brazos, asfixiada en ese espantoso incendio que asoló nuestra humilde morada, nuestro pequeño nido de amor.
Recuerdo como si fuese hoy ese funesto día. Como cada mañana, me desperté temprano para ir a trabajar a la mina. Con mis apenas 30 años estaba hecho un toro, y me encantaba mi trabajo. Sin embargo aquel día, una debilidad absoluta se apoderó de mi y, a pesar de que mi mujer me dijo que me quedase en casa y no fuese a trabajar, no la escuché y me fui dándole un beso en los labios. Lo que nadie podía presagiar es que ese sería el último beso. La última vez que rozaría sus labios.
Me encontraba ya arriba, junto a la candela para calentarme, cuando un joven a caballo vino para avisarme de la desgracia.

-¿Es usted Pedro, el marido de Aurora que vive en la cabaña junto al riachuelo?
-Yo soy.
-Debe venir conmigo enseguida y todos ustedes, ¡Os necesitamos! Se ha declarado un incendio en el palomar.

El incendio no solo arrasó nuestro hogar, sino la vida de mi mujer … incluso la mía. Desde que ella se fue no he vuelto nunca a ser el mismo.
Consumido por el dolor y siendo pasto de las llamas de las soledad sólo el ardiente deseo de volver a verla en el otro mundo, al que algunos llaman el eterno, hace que me acueste cada noche con el deseo de no volver a abrir los ojos nunca más.