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El gran hallazgo - por Carlos

A todos nos extrañó mucho, pero Don SondeRibera no apareció, como solía hacer siempre que volvía de alguna de sus aventuras, en el pequeño y rocoso teatrillo que llevaba su nombre. Sin duda, la estructura más sobresaliente de todo el poblado.
Esperamos durante horas. Deseábamos saber más de todas aquellas tierras extranjeras; de las que solo conocíamos leves esbozos de pasados relatos. Aquel lugar, en la cima del pueblo, rezumaba, hacia el firmamento, esa contagiosa inquietud del explorador.
Pero nada. No se presentó.

—Qué sí. Que lo he visto llegar yo con un apero. Seguro que era él ¡estaba entrando en su casa!— Felipe, agricultor de remilgado ademán, sobresalía entre el vocerío del tumulto.

Hartos de esperar y carcomidos por la intriga, condujimos la turba hasta el mismo hogar de SondeRibera. Amanecía cuando llegamos.
Le encontramos fuera, en el jardín, lanzando una especie de polvo gordo blanco por toda su parcela, rellenando cada rincón de forma obsesiva.

—No vino usted ayer señor, le esperamos en el teatro.
No hubo respuesta
—¿Vendrá esta noche?
SondeRibera seguía a lo suyo, ignorando a sus vecinos al otro lado de la verja.
—¿Qué tal la señora Salomé?
—Aún no ha vuelto —Tras dudar un segundo, fue la única cuestión a la que tuvo a bien contestar.

Estuvimos varios días haciendo guardia ininterrumpidamente frente a su casa. Él seguía a sus cosas; paraba a comer de vez en cuando, entraba dentro de casa a descansar a ratos, a veces ojeaba algún libro y, sobre todo, seguía esparciendo aquella arena blanquecina. Lo hacía con un peso tristón, como quién se cansa de la vida.

¿Qué sería aquello?
Hubo multitud de teorías acerca de su naturaleza, siendo la más aceptada una que versaba sobre un polvo mágico traído de a saber dónde y que tendría…, eso, efectos mágicos increíblemente… increíbles. Y de ahí el secretismo.

—¿Y sigue nuestro nombre en el obelisco de la plaza del reino? —Esa era la cuestión más repetida.

Una de las grandes hazañas de SondeRibera fue colocar a nuestro pequeño pueblo en el mapa, haciendo grabar su nombre en el listado de comunidades del feudo.
Pronto vi claro que deseábamos más que supiesen de nosotros, que nosotros saber de los demás.

Al cuarto día, SondeRibera abrió la estrecha portezuela de su terreno, anegado por aquel manto blanco, y siguió esparciendo el polvo por el exterior.
Le observamos con curiosa cautela, y, cuando se despistaba, aprovechábamos para recoger del suelo tan deseada sustancia.

Era como arena muy dura, como una roca enana, y no era de color blanco; tenía un corte transparente que lo hacía brillar al sol, y dejaba un rastro en las palmas de las manos que tardaba unas horas en desvanecerse. Algunos lo guardaron, y otros, siguiendo al notable, lo esparcieron en sus casas.

Supongo que el explorador haría cálculos y, no sabemos muy bien cómo, logró hacer llegar a unos cuarenta burros; atados uno al siguiente, cargados de sacas de aquel extracto.
Hubo para todos, y todo el mundo tenía una ocurrente forma de utilizarlo.

No sabría decir si aquello era magia o qué era, pero sus efectos eran increíbles.
Mezclado con el agua de los floreros, los pimpollos se veían más lustrosos y brillantes, además, las malas hierbas desaparecían con su rocío. También se supo que hacía desvanecerse las manchas de las telas y se decía que era capaz de guardar los sabores de las vivencias.

Para cuando descubrimos que también servía para conservar los alimentos por muchísimo más tiempo, el trabajo ya se pagaba en bolsitas de este embrujo; cambiando radicalmente la forma de vivir del poblado.

SondeRibera salió una mañana de su casa y esparció el último costal en el camino más alejado que conocíamos. Tan enfrascados estábamos en nuestros descubrimientos que no reparamos en la característica más impresionante de todas las que tenía el ungüento: Abrir los senderos, derritiendo el hielo y la nieve a su paso.

—Su nombre es “sal” —Fue lo último que dijo, justo antes de retirarse a su hogar; de muerto y seco follaje, en un estricto encierro que jamás abandonó.
A algunos se nos escapó una melancólica sonrisa al escuchar de nuevo el cariñoso diminutivo de la señora Salomé.

Después de aquello pudimos ir nosotros mismos a visitar el imponente obelisco de la capital, y, viendo nuestro nombre allí tallado, nunca he parado de preguntarme qué fue de la señora Salomé y de qué triste y magnífica aventura llegó la sal a nuestras vidas.

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3 comentarios

  1. 1. Melisa dice:

    Hola, Carlos.

    Excelente relato, como de costumbre.

    ¡Saludos!

    Escrito el 18 febrero 2016 a las 16:10
  2. Por qué me recuerda a la llegada del gitano Melquíades con los últimos inventos a la ciudad de Macondo. Esta vez no es el hielo, sino la sal. Enhorabuena Carlos. Un abrazo.

    Escrito el 19 febrero 2016 a las 19:49
  3. 3. Juana Medina dice:

    Hola Carlos, es la primera vez que leo algo tuyo. Me ha gustado mucho y coincido con Pepe en relación a Macondo y Melquíades. Parece más un cuento que el comienzo de una novela, pero bastará tal vez que se sepa algo de Salomé y el largo viaje hacia la sal.
    Un saludo

    Escrito el 20 febrero 2016 a las 16:33

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