Luna de queso - por Liliana Del Rosso

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Luna de queso.
Cumpliendo el ritual de cada noche, Amelia ya con su camisón puesto, recorre la casa comprobando que todo esté en orden. Planta baja, ventanas y puertas herméticamente cerradas, doble vuelta de llave. En la planta alta las ventana del pasillo y del baño abiertas para que la brisa de los primeros días de otoño refresque las habitaciones.
Carlos, el adolescente de la familia, metido en su mundo escucha música, chatea con amigos.
—Carlos, es muy tarde, ¿te cierro la celosía?
—No mamá me gusta dormir con la luz de la luna. Hoy está muy grande y luminosa. Especial para los hombres lobos.
—Que tontito. A dormir que mañana hay clase.
Amelia continuó hacia la habitación de Miguel. El pequeño, siete años, la ardilla de la casa, como lo apodó su padre.
—Miguel, ¿por qué estás debajo de la mesa y con la luz apagada?
—Hola mamá, estoy preparando mi viaje a la luna. Sabes hoy es el mejor día para visitarla.
—A si, ¿y por qué?
—Hoy no es de queso. Es de helado de piña. Ven mamá siéntate a mi lado y subimos juntos. Pero yo te guío. Es que, ves en esas manchas oscuras, no hay helado, hay sopa. Si pisas sobre ellas te caes al caldero de la bruja que vive dentro de la luna.
—A sí. Me parece que es muy peligroso y me da mucho miedo, mejor cierro la ventana y otro día visitamos la luna. —dijo Amelia mientras caminaba hacia la ventana muy dispuesta a cerrar las celosías —Mañana hay colegio y todos madrugamos.
—No, no mamá, demasiado tarde. Ya está aquí el ascensor lunar. Imposible que se vuelva sin nosotros.
Miguel se levantó cogió la mano de su madre con gran determinación y prácticamente la arrastró hacia el escritorio. La madre asombrada ante tanta seguridad se limitó a intentar cambiar el lugar donde debían sentarse.
—Bien, bien pero… Yo creo que el rayo lunar llega mejor a la cama. Ves brilla mucho más que debajo del escritorio. ¿Qué tal si nos sentamos justo en medio?
—Vale, pero te presto mi capa de mago y yo me pongo mi sombreo de copa, así podemos ser invisibles.
Madre e hijo se alistaron para emprender el viaje. Miguel colocó a su madre de tal forma que él se pudiera acomodar en su regazo mientras narraba la aventura lunar.
—Mamá cuidado con los brazos, que no se salgan de la luz. El mago negro te podría congelar. Cuando lleguemos no te separes de mi, los de Lunolandia son mis amigos, si te ven con migo estás a salvo.
»Ya estamos aquí, pisa con mucho cuidado que el helado todavía está muy blando. ¡Pero no comas!, mis amigos se pueden enfadar, ellos te invitarán con un poquito para que pruebes.
Los dos visitantes avanzaban sobre la blanda, fría y dulce superficie lunar.
—En aquella cueva vive el rey kalu. Es muy bueno, el siempre viene a visitarme por las noches. Dice que un día me llevará a la casa de la bruja y juntos la echaremos de la luna. El cocina muy bien. Dice que llenaremos los huecos con patatas fritas y hamburguesas.
Distintos personajes se sucedían apareciendo de la nada o mejor dicho de la prodigiosa imaginación de Miguel. El frío lunar animaba al niño a acurrucarse en los brazos de su madre mientras derrotaba a los secuaces de la bruja del caldero de sopa de los cráteres lunares.
Ella le acariciaba las piernas, única parte de su cuerpo que mantenía inmóvil. Sus delgados brazos se habían convertido en invencibles armas.
Finalmente el sueño vencer a Miguel. Amelia lo acomodó sobre la cama, lo tapó y con paso casi angelical se acercó a la ventana para cerrarla.
—No, mamá, si cierras la ventana no podremos volver a casa. A mí me gusta el helado y mis amigos de Lunolandia pero mañana tengo el campeonato de fútbol en el colegio y soy el portero.
»Ven, aquí en este cueva de la luna no hace nada de frío. ¿Tú sabes por qué la luna a veces es de queso?