Muerte, castigo - por Seruji-Lerel

El autor/a de este texto es menor de edad

—Estoy lista. Aparentemente lista.

Me mantengo sentada en el banquillo de la celda que me han asignado, en la cual voy a estar retenida durante la preparación y el ajuste de todo lo que me espera en los próximos minutos. Los puntos de luz que provienen del exterior y de la antorcha que hay a unos metros me permiten ver el dibujo que estoy haciendo en el suelo con mis botas.

—Hay mucha gente esta vez —me digo a mi misma.

Si algo puedo ver tras los barrotes que hay en mi única salida es la multitud de personas que están preparadas para gritar cuando los cuatro guerreros salgamos a la arena. Esta, pero, no es una lucha de gladiadores como las demás en las que me he visto; este combate elevará al museo de los más valientes a nivel mundial al único superviviente del combate.

—Oportunidad única.

Debo mentalizarme. Al fin y al cabo esto mantiene cierta relación con el trabajo de mi padre, que es cartero: A cada uno se le debe entregar lo que le corresponde.

Los cuernos empiezan a sonar antes de lo que esperaba, lo que le da pie al público para levantarse y armar un buen caos en las gradas. Yo me mantengo ante esa señal delante de la puerta que se eleva para dejarme salir al campo de batalla.

—¡Gladiadores, a luchar! —la ya conocida voz retumba en todo el anfiteatro.

La arena, esta vez, es enorme. A simple vista tiene una espesa vegetación por los bordes, rodeando el centro, el cual seguramente será el lecho de muerte de alguno de mis contrincantes por lo visible que puedes resultar ser si estás ahí.

Puedo visualizar la cara de uno de ellos antes de esconderme en los matojos que hay lo más cerca de mi puerta. Este acto puede dar la impresión de que soy una persona cobarde, pero si me escondo es puramente por estrategia. Si en un desafío como este llegas tan lejos como yo es porque no tienes miedo de lo que te pueda pasar, y dudo que eso tenga relación con la cobardía.

Pronto se anuncia la muerte de un gladiador. Como pensé, me han olvidado y se han centrado en matarse entre ellos. Por desgracia, una de las normas de este reto es que por cada muerto se desata un castigo para los demás luchadores, y en esta ocasión se trata de una tormenta de nieve. Se me hace raro pensar en cómo han conseguido recrear tal fenómeno, pero no me puedo centrar en otra cosa que no sea en ganar.

Sigo por los matojos cuando de repente me encuentro con lo que estaba buscando sin saberlo: un hacha. Saco la cabeza por las plantas y allí están mis dos enemigos, en medio de la arena, mirándose fijamente.

Si puedo presumir de un don que tengo, este es el perfecto lanzamiento de hachas que suelo conseguir cuando la ocasión lo requiere. No se me ocurre otra cosa que demostrarlo usando la cabeza de uno de los gladiadores como objetivo, lo que me obliga a salir de mi escondite.

Muerte, castigo. Los guionistas de esta sádica película deciden deleitar al público con otra tormenta en el campo de batalla. Esta vez, pero, se trata de una lluvia de pájaros proveniente de unos sacos que hay por toda la grada oeste.

Los animales inundan mi campo visual y, buscando orientación, solo consigo encontrarme con un loro que me tumba al suelo del impacto. «Perfecto», pienso. He usado esta técnica en otras ocasiones. Hacerse la desmayada para que el rival se acerque sin precaución hacia ti es infalible.

Escucho pasos. Por deducción, debe haberse apoderado de mi hacha y seguro que piensa hundirla en mi cabeza para proclamarse ganador de la batalla. El grito que emplea para fortalecerse anímicamente antes del golpe final es mi aviso para dar un giro y esquivar el ataque. El arma se queda clavada en el suelo, por lo que me levanto rápidamente y le doy una patada en el abdomen que le hace retroceder, dándome tiempo para tirar del frío metal y devolvérselo a modo de ataque final.

La pantalla de calificaciones aparece coronándome ganadora de este duelo. Es oficial, estoy en la lista de los cien mejores jugadores del mundo. Dejo el mando en la mesa, me saco el casco de realidad virtual y empiezo a chillar por toda la casa como si de un grito de guerra se tratara.