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Apuntes, tutoriales, ejercicios, reflexiones y recursos sobre escritura o el arte de contar historias

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PARA SALVARSE - por María Requena

Web: http://entremispalabrasylastuyas.blogspot.com.es/

Tengo los dedos congelados. He intentado calentarlos para poder escribir pero el simple frotamiento entre mis manos no consigue el efecto deseado. A veces, el desgastado lapicero se cae, apenas lo puedo sujetar. Sin embargo, en noches como esta, escribir es lo único que me permite escapar de este lugar.

Mis recuerdos me llevan a un punto lejano en el tiempo, cuando tenía quince años: al campamento en el que pasé el verano del 92, en Tartús. A pesar de no resultar una experiencia idílica, regreso una y otra vez a aquella playa: el calor que nos agobiaba por las noches, el sabor a agua salada que se quedaba impregnado en la piel o la fina arena de la que no conseguía desprenderme, se han convertido en imágenes reconfortantes.

En el campamento, exclusivamente para varones, me llamaban “el poeta”. Los chicos usaban ese mote de forma despectiva y se enfurecían cuando se daban cuenta de que no me ofendían. Hubo una época en la que lo primero que metía en mi bolsa de viaje era un cuaderno y algo con lo que escribir los versos que aparecían en mi mente de forma incontrolable. Los ratos libres los pasaba retirado del grupo, observando el mar, y poniendo en palabras lo que el día me había inspirado, hecho que a mis compañeros les servía para burlarse de mí. No sabían que aquellos momentos era los más anhelados para mí. Ojalá estuviera allí ahora.

(Mis falanges comienzan a recobrar el color).

Un día no encontré mi libreta. No había muchos lugares para buscarla. Salía de mi bolsa de viaje hasta la playa y vuelta a su escondrijo. Alguien tenía que haberla cogido. El campamento estaba formado por nuestras tiendas individuales de campaña y dos más grandes que nos servían como comedor y sala de actividades. Después de dar una vuelta por las tiendas de mis compañeros sin atrever a entrar, llegué a la sala de actividades. Una carcajada enorme se esparció en el aire. Tardé en darme cuenta de que las hojas de mi libreta estaban arrancadas y colgadas de una cuerda que cruzaba la estancia de un lado a otro. “Mirad al poeta, es un cagueta”, repetían aquellos cabrones.

De vuelta a mi tienda, con la rabia que me quemaba las vísceras, intenté recordar lo que mi madre decía: “No hagas caso, algún día serás un poeta famoso, y ellos una panda de ignorantes”. Me calmé pensando en los pocos días que me quedaban en aquel sitio, en que a mi vuelta a casa sería la entrega de premios del concurso de poesía que había organizado la biblioteca de mi barrio y en el que yo había ganado el primer premio. Mi madre estaba tan orgullosa…

(¿Cómo estás, madre? ¿Sigues viva?)

El día de la entrega del premio mi madre, viuda desde hacía tanto tiempo que yo no era capaz de recordar a mi padre, me regaló un traje azul claro muy elegante, con una corbata roja. No imagino el esfuerzo que tuvo que hacer para poder comprarlo. Su exigua pensión apenas nos llegaba para comer y se dedicaba a cocinar dulces para vender en el mercado los lunes por la mañana y los sábados por la tarde.

Entré al salón de la biblioteca de su mano. Algunos de los chicos que estuvieron conmigo en el campamento estaban sentados más por obligación que por otra cosa. Después de la ceremonia —en la cual me habían hecho entrega de una pequeña placa bajo los cabizbajos aplausos de los presentes—, se celebraba una pequeña fiesta, pero mi madre debía marcharse para entregar un pedido de dulces. “Quédate un rato y disfruta de la merienda, no tardo nada”. Mi mirada suplicante no sirvió de mucho.

(Comienza a amanecer… Quizás consiga dormir…)

El traje azul nunca volvió a ser útil: el ponche que vertieron sobre él aquellos energúmenos lo dejaron inservible. Fue demasiado humillante. El esfuerzo de mi madre había sido en vano. Me negué a volver a escribir… Hasta hace unos meses: una libreta y un lapicero fueron lo primero que metí en mi bolsa de viaje, envueltos en varias bolsas de plástico para que aguantaran la travesía en el mar.

Ahora son mi única salvación.

Debo dormir un poco.

Campo de refugiados de Katsikas, Grecia.
8 de diciembre de 2016.

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4 comentarios

  1. 1. Dante Tenet dice:

    Muy lindo
    A veces en el cambio de presente a pasado me costó seguir la historia.
    Pero es consistente y agradable.
    Nos seguimos leyendo estoy en el 131

    Escrito el 16 diciembre 2016 a las 23:20
  2. 2. José Tapia dice:

    La historia es buena, nos lleva a reflexionar sobre el exilio y los refugiados. Una observación: yo habría cambiado la siguiente frase:
    “el sabor a agua salada” por el sabor del agua salada.
    Por lo demás me gusto mucho.

    Escrito el 19 diciembre 2016 a las 20:36
  3. 3. Jo Vans dice:

    Una historia que me produjo tristeza e impotencia por el protagonista, por todo lo que ha vivido.
    Escribes muy bien, sigue así, me gustó.
    Saludos

    Escrito el 20 diciembre 2016 a las 05:09
  4. 4. María Requena dice:

    ¡¡MUCHAS GRACIAS A LOS TRES!!
    Tendré en cuenta tu puntualización, José.
    Un abrazo.

    Escrito el 20 diciembre 2016 a las 12:51

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