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Morbo - por Juan Chukofis

Web: http://nadiesabeellugar.blogspot.com.ar/

Llegué al trabajo. Me costó ver al jefe: era enano, redondo y estaba de espaldas, en su sillón de magistrado con la telita estampada estilo alfombra persa. No era mi jefe: solo compartíamos espacio físico (mejor que lo llame así: Mamá me había enseñado a cuidarme de decir lo que pienso a todo el mundo). Con el jefe nunca tuvimos relación. Por suerte en la oficina había un biombo formado por cuatro bibliotecas. Pero mi oído se había vuelto sensible.
Sentado en mi escritorio lo escuché resoplar. Descolgó y colgó el teléfono. El cuero del sillón crujió, el jefe se paró y abrió el armario que tenía cerradura y candado. Tosió. Normalmente hablaba solo, insultaba al aire si la computadora no andaba, si había amenaza de bomba o si el día era nublado.
Cayó en una siesta. Despertó, con su propio ronquido. Me concentré en mi rutina. Encendí la computadora y la estufa. Llamé al bar. Me había costado diez bares descubrir a la mejor tortita negra. Después de la de mamá. Me distrajo un ruido del otro lado. Me hizo acordar a las ratas envenenadas. Vino el chico del bar. Me dejó el pedido. Le dejó el café al jefe que agitó el sobre de azúcar durante treinta segundos. Tomó el café imitando el ruido que hace el agua cuando se va por el desagüe. Se atragantó, tosió hasta quedarse sin aire. Apagué mi computadora y la luz del escritorio. Me alegré por otra siesta, sin ronquido. Tomé el café, sentí ganas de ir al baño. Caminé hacia la puerta. Pensé que no podía ser que siguiera durmiendo. Me acerqué a su escritorio. Si despertaba no podría explicar qué hacía de su lado. Lo vi temblando. Le costaba respirar. No lo toqué. Pensé que ya iba a morirse. Al final abrió los ojos, me miró, le tembló el cuerpo por última vez y quedó, con cara de espanto, como si acabaran de desenterrarlo de un alud.
Su muerte me alegró. El jefe era peor que un desconocido para mí: no existía, aunque los ruidos me recordaran todo el tiempo que estaba ahí. Tenía motivos para matarlo. Suponía que todos en el edificio los tenían. Pero yo era la última persona que lo había visto con vida. Medité qué hacer. Si entraba alguien tendría que dar explicaciones. Si me iba al baño y alguien entraba, mi ausencia sería dudosa. Podía irme, como cualquier otro día o con una excusa de algún trámite.
Al mediodía sentí el ruido del estómago. También quería ir al baño. Me resigné en mi sillón y me quedé dormido. Desperté, me dolía el cuerpo, tenía sed, la boca seca. Me fijé la hora: seis de la tarde. El edificio estaba en silencio. Ahora sí podría hacerlo. Busqué el carro para trasladar expedientes. Solo tenía que camuflar al jefe, hacerlo parecer una pila de libros (aunque su deformidad no ayudara), taparlo con una manta; una bolsa de consorcio levantaría sospechas.
Lo enrollé con una cinta de embalar. En el trayecto al auto no pasó nada fuera de lo normal. El edificio estaba en una zona de oficinas. A esa hora era un desierto. Un perro me siguió unas cuadras sin dejar de olfatear al jefe. Un vagabundo miró con sonrisa de borracho. Tuve problemas con las baldosas rotas. Cada tanto una rueda se atascaba. Al tirar con fuerza el jefe se ladeaba y varias veces estuvimos a punto de caernos.
Tomé la autopista de noche. Las luces de la capital fueron quedando atrás. Bajé la ventanilla, el aire frío me daba en la cara. No pensé nada. Llegué a la calle de tierra. Estacioné en la entrada del galpón. Bajé al jefe. Encendí las velas del galón. Le di un beso a mamá en su silla frente al televisor; le acomodé el pelo. La miré y pensé que tendría que retocarla un poco, ya estaba perdiendo color. Habían algunas ratas moribundas. Las tiré en el tacho de las ratas. Descargué el bidón de kerosén y tiré un fósforo prendido. Miré al jefe: lo vi embalsamado, sentado en el sillón de magistrado con la telita estampada estilo alfombra persa. Pero era feo, sería difícil reconstruirlo. Tuve una mejor idea. Lo acomodé en la mesa y lo desnudé. Hice una incisión en el costado. Le saqué los órganos. Lo llevé a la bañera. Estaba más pálido. Ya amanecía. Cubrí el cuerpo del jefe con natrón. Caminé despacio hacia atrás, me senté al lado de mamá y disfruté el silencio.

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4 comentarios

  1. 1. Felix Acereda dice:

    Qué bueno, qué bien escrito, utilizando frases cortas para darle dinamismo. A parte de la historia que me encanta, no sé si me gusta más cómo lo has contado, con que maestría.
    Enhorabuena

    Escrito el 18 noviembre 2017 a las 18:28
  2. 2. Calèndul dice:

    ¡Vaya historia tan inquietante! Me gustó mucho.
    Las secuencias de actos en frases cortas están bien echas pero alguna de ellas me confundieron un poco porque quizás la secuencia no fuera tan acertada en algún momento concreto. No lo sé seguro.
    Pero muy bien. Un saludo, J Chukofis.

    Escrito el 19 noviembre 2017 a las 22:25
  3. 3. María Jesús dice:

    Hola Juan: Un relato muy curioso, el tuyo, interesante a la par que inquietante. Me gusta como describes la escena, con parsimonia, sin sobresaltos, pese a que hay mucho drama en ella.Te felicito por tan magnífico ejercicio.
    Un saludo.

    Escrito el 20 noviembre 2017 a las 12:23
  4. 4. M.L.Plaza dice:

    Hola Juan.
    Desde luego que la historia tiene un final morboso y enfermizo. Pero me ha parecido estupenda, original y, desde mi punto de vista, muy bien desarrollada.
    Solo decirte que lo de “Habían algunas ratas moribundas.” me suena fatal el habían.
    Ha sido un auténtico gustazo leerte.
    Saludos

    Escrito el 27 noviembre 2017 a las 05:01

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